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Los Elfos


Enviado por   •  25 de Mayo de 2015  •  7.418 Palabras (30 Páginas)  •  280 Visitas

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Los elfos.

Die elfen, Johann Ludwig Tieck (1773-1853)

—¿Dónde está nuestra pequeña María?

—Está jugando en el prado con el hijo de nuestro vecino contestó la mujer.

—No vayan a perderse —dijo el padre, preocupado—, son tan atolondrados.

La madre echó un vistazo a los pequeños y les llevó su merienda a la mesa.

—¡Qué calor hace! —dijo el muchacho mientras la niña se abalanzaba sobre las rojas cerezas.

—Tengan cuidado, niños —dijo la madre—, no vayan muy lejos de casa ni se adentren en el bosque; su papá y yo vamos al campo.

El joven Andrés contestó:

—¡Oh, no hay por qué preocuparse! El bosque nos asusta y vamos a quedarnos sentados cerca de la casa, donde hay gente.

Al momento, la mujer se retiró y salió acompañada de su esposo. Cerraron ambos la puerta de la casa y se dirigieron al campo y los prados para inspeccionar a los peones y, al mismo tiempo, la cosecha de heno. La casa se situaba en una pequeña y verde loma, rodeada por un declive con empalizadas que abarcaban también los huertos y los invernaderos; un poco más abajo, se extendía el pueblo, y a lo lejos se elevaba el palacio ducal. Martin arrendaba la propiedad señorial y vivía con su esposa y su única hija, contento porque cada año ahorraba con la perspectiva de hacerse, a costa de su trabajo, un hombre rico ya que la tierra era fértil y el señor conde más bien benévolo. Al caminar junto a su mujer en dirección de los campos, miró con alegría en torno suyo y dijo:

—Qué distinta es esta región de la otra en que vivíamos, Brígida. Aquí todo es tan verde, el pueblo es abundante en frutos, la tierra derrocha pastos y hermosas flores, todas las casas son alegres y limpias, y los habitantes, ricos. Hasta pienso que los bosques son aquí más hermosos y el cielo más azul; hasta donde alcanza la vista, puede verse el gozo y la alegría ante la generosidad de la naturaleza.

—En cuanto se está más allá del río —dijo Brígida—, se encuentra uno como en otra tierra, todo tan triste y raquítico. Cuanto forastero viene, afirma que nuestro pueblo es el más bello de la región.

—Con excepción del valle de abetos —contestó él—. Mira hacia allá, qué negro y triste se ve ese apartado lugar dentro de toda la alegría que lo circunda. Detrás de los oscuros abetos están la humeante casita, los cobertizos derruidos, el hilo de agua que pasa de largo con aire triste.

—Es cierto —dijo la mujer, mientras permanecían de pie—. Al acercarse a ese lugar, se vuelve uno triste y temeroso sin saber la razón de ello. ¿Quiénes serán en realidad esos que viven allí y por qué se mantienen alejados de toda comunidad como si no tuvieran la conciencia tranquila?

—Pobre chusma —contestó el joven arrendatario—. Parecen gitanos que roban y engañan en lo apartado, y quizá allí sea su escondite. Lo único que me asombra es que el muy benévolo señorío los tolere.

—Podría también ser gente pobre —dijo la mujer, compasivamente— que se avergüenza de su pobreza, aunque uno no tiene realmente razón al culparlos de nada; lo único que da en qué pensar es que no muestran devoción hacia la iglesia. Y no se sabe de qué viven pues el jardincillo, que parece estar completamente abandonado, no los puede ni siquiera alimentar, ni tampoco poseen sus propios campos.

—Sólo Dios sabe en qué se ocupen —continuó Martín, mientras reanudaba sus pasos—, pues ningún ser humano pasa junto a ellos, y el lugar que habitan está apartado y embrujado, de manera que ni los muchachos más traviesos se atreven a acercarse.

Continuaron conversando mientras se encaminaban al campo. Aquella oscura región de la que hablaban estaba situada fuera del pueblo. En una pendiente rodeada de abetos se veía una casita y diversas construcciones pertenecientes a varias granjas casi del todo destruidas. Muy de vez en cuando llegaba a apreciarse el humo de las chimeneas, y más rara todavía era la presencia de gente. En una sola ocasión, un curioso que se había atrevido a acercarse advirtió en un banco, delante de la casita, unas horribles mujeruchas vestidas con harapientas ropas acompañadas de unos niños igualmente feos y sucios que se revolcaban entre sus faldas; algunos perros de oscuro pelaje corrían cerca de ellos; al caer la noche, un individuo misterioso que nadie conocía cruzó el camino a la altura del arroyo y entró en la casita; más tarde, a lo lejos, podían verse entre la oscuridad diversas siluetas que se movían como sombras alrededor de una fogata campestre. La pendiente, los abetos y la casita derruida daban en verdad una extrañísima impresión dentro del verde y alegre paisaje, en comparación con las blancas casitas del pueblo y el reluciente y magnífico palacio.

Los niños se habían comido la fruta; sintieron deseos de correr, y la pequeña y ágil María le ganó en todas las ocasiones al lento Andrés.

—¡Eso no tiene ninguna gracia! —exclamó finalmente Andrés—. ¡Vamos a hacerlo ahora más lejos, entonces si veremos quién gana!

—Como quieras —dijo la pequeña—. Sólo que no podemos correr hacia donde está el río.

—No —contestó Andrés—. Pero allá, en la colina, donde está el gran peral, a un cuarto de hora de aquí. Yo corro dando vuelta a la izquierda, por la pendiente de los abetos, y tú, que puedes hacerlo, corres por el lado derecho del campo, y los dos llegamos a la misma meta. Entonces veremos quién es el que corre mejor.

—Bueno. Así no nos estorbaremos en el camino; además, mi papá dice que es la misma distancia en dirección de la colina yendo de este lado o más allá de la casa de los gitanos —dijo María, y en seguida comenzó a correr.

Andrés se apresuró tan velozmente que María, al tomar por la derecha, ya no lo alcanzó a ver mas.

—Es realmente un tonto —se dijo—, pues me será suficiente un poco de valor para cruzar el pequeño puente, pasar cerca de la casita y salir del solar hacia el otro lado; así llegaré mucho antes que Andrés.

Ya estaba delante del arroyo, al pie de la colina de abetos.

—¿Cruzo el puente? ¡Qué miedo! —se dijo.

Un falderillo blanco ladraba allí cerca con todo su írnpetu. Al asustarse, el animal le pareció a María como un monstruo y retrocedió inopinadamente.

—¡Ay! —dijo—. Andresito está ahora muy adelantado y yo sigo aquí, como una estatua, pensándolo todavía.

El perro ladraba sin parar; al mirarlo con más detenimiento no le pareció tan horrible sino, por el contrario, muy gracioso: tenía un collar rojo del que colgaba un reluciente cascabel, y toda vez que levantaba la cabeza meneándose al ladrar,

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