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Enviado por renaramos21 • 16 de Diciembre de 2013 • 584 Palabras (3 Páginas) • 254 Visitas
Cada 15 de noviembre, desde hace 35 años, 22 mujeres llevan la Navidad hasta el parqueadero número uno del parque La Carolina. Presurosas colocan sus pequeños puestos de madera y latón. Sacan los bombillos, las guirnaldas, las luces y, por supuesto, los verdes y naturales árboles. El olor a palo santo, mezclado con pino y ciprés, inunda las congestionadas calles quiteñas, y las luces en los edificios, tiendas y centros comerciales completan la mágica imagen.
Este es uno de los sitios más populares entre los quiteños para hacer compras navideñas. Pero lo que la gente no sabe es que estas mujeres trabajan durante todo el año, como si fuesen verdaderos duendecillos del Polo Norte, cultivando los pinos y los cipreses, fumigándolos, podándolos, y que esperan con ansias cada Navidad porque estas ventas les permiten no solo comer durante varios meses, sino educar a sus hijos, pagar sus arriendos y hasta comprarse algún artilugio para sus casas.
Hasta el año anterior, eran 23. Luego de tres décadas de ventas navideñas, María Hortensia Simbaña, con 74 años de edad y una fuerte diabetes a cuestas, decidió que en este 2013 ya no saldría a La Carolina. “Ya no tengo fuerzas. Claro que voy a extrañar estar ahí con mis compañeras. Yo, acostumbrada siempre a trabajar, me hace feo estar aquí solo en el cuarto”. Es pequeña, casi toda su cabeza es blanca, su rostro lleno de grietas y usa el típico atuendo de las abuelas de la Sierra: blusa blanca, saco de lana azul, falda ploma hasta las rodillas, esas medias gruesas y largas y zapatos de cuero negros. Aunque escucha perfectamente, es difícil entenderla porque le falta la mitad de sus dientes y camina lento, muy lento.
Su memoria ha comenzado a fallarle. Cada vez que habla del pasado mira primero hacia el techo y piensa por un momento. Se le hace difícil recordar las fechas, pero recuerda bien los detalles. Dice que cuando cumplió 45 años su esposo murió en la Clínica Santa Cecilia, por causas que los médicos nunca lograron descifrar. “Él tomaba bastante, solo pasaba borracho y, como era bien bravo, yo no podía mezquinar… Un día comenzó con los dolores, ya no aguantaba más. Entonces, le internamos en la clínica. Ahí estuvo tres meses. A veces me decía: Mujer, ya no me están atendiendo, llévame a la casa. Asimismo, un día llegaron los médicos adonde yo estaba y me dijeron: Señora, no pudimos hacer nada”.
Hasta ese entonces, doña Hortensia solo había trabajado en la agricultura, en su “terrenito”, ubicado en el barrio El Inca. Ahora tiene que hacer un gran esfuerzo y tarda unos minutos en hacer cuentas y barajar nombres para recordar que tiene cinco hijos. Dice que hasta ahora les pregunta si se acuerdan de su padre y que todos le responden que no. Baja la cabeza, se frota los ojos con las palmas de sus manos y suelta un par de lágrimas al hablar de su esposo muerto. “Deben haber
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