¿QUÉ HAY DE MALO EN LA FELICIDAD?
Enviado por Nicolás Alejandro Fonseca González • 6 de Marzo de 2018 • Documentos de Investigación • 4.058 Palabras (17 Páginas) • 979 Visitas
Introducción ¿QUÉHAY DE MALO EN LAFELICIDAD? La pregunta del título puede sorprender a más de un lector. Es lo que pretende: sorprender y provocar una pausa para la reflexión. ¿Una pausa en qué? La búsqueda de la felicidad, que ocupa nuestro pensamiento gran parte del tiempo y llena la mayor parte de nuestra vida -como seguramente reconocerán la mayoría de los lectores-, no puede reducir su presencia ni mucho menos detenerse... más que por un momento (fugaz, siempre fugaz). ¿Por qué esta pregunta nos desconcierta? Porque preguntar «qué hay de malo en la felicidad" es como preguntar qué hay de cálido en el hielo o qué hay de hediondo en la rosa. Siendo el hielo incompatible con el calor y la rosa con el hedor, este tipo de preguntas asume la verosimilitud de una coexistencia inconcebible (donde hay calor no puede haber hielo). En realidad, ¿cabría la posibilidad de que hubiera algo malo en lafelicidad? ¿Acaso la palabra felicidad no es sinónimo de la ausencia del mal? ¿De la imposibilidad de su presencia? ¿De la imposibilidad de todo y cualquier tipo de mal? Sin embargo, ésta es la pregunta que plantea Michael Rustin,' como la ha planteado antes que él un buen número de personas preocupadas y como probablemente lo harán otros en el futuro. Rustin explica la razón: sociedades como la nuestra, movidas por millones de hombres y mujeres que buscan la felicidad, se vuelven más prósperas, pero no está nada claro que se vuelvan más felices. Parece como si la búsqueda humana de la felicidad fuera un engaño. Todos los datos empíricos disponibles sugieren que entre las poblaciones de sociedades desarrolladas puede no existir una relación entre una riqueza cada vez mayor, que se considera el principal vehículo hacia una vida feliz, y un mayor nivel de felicidad. La estrecha correlación entre crecimiento económico y felicidad suele considerarse una de las verdades más incuestionables, quizás incluso la más evidente. Por lo menos, esto es lo que nos dicen los polí- 12 ELARTE DE LAVIDA ticos más conocidos. y de mayor prestigio, sus asesores y sus portavoces, y lo que nosotros, que tendemos a confiar en sus opiniones, repetimos sin pararnos a pensar ni a reflexionar. Tanto ellos como nosotros partimos de la base de que la correlación es cierta. Queremos que ellos actúen según esta creencia con mayor resolución y energía y les deseamos suerte con la esperanza de que su éxito (es decir, el aumento de nuestros ingresos, del saldo de nuestra cuenta, del valor de nuestras posesiones, inversiones y patrimonio) añada calidad a nuestras vidas y nos haga sentir más felices de lo que somos. Según prácticamente todos los informes de investigaciones analizados y valorados por Rustin, «las mejoras en el nivel de vida de naciones como Estados Unidos o Gran Bretaña no van asociadas a mejora alguna -más bien un poco a la inversa- en el bienestar subjetivo». Robert Lane ha comprobado que, a pesar del espectacular crecimiento masivo de los ingresos de los estadounidenses en los años de la posguerra, su sensación de felicidad habia disminuido.' Y Richard Layard, a partir de los datos comparativos de toda la nación, ha llegado a la conclusión de que si bien los índices de satisfacción vital suelen crecer en paralelo con el producto interior bruto, sólo lo hacen hasta el punto en que la necesidad y la pobreza dan paso a la satisfacción de las necesidades esenciales de «supervivencia». A partir de este plinto dejan de crecer e incluso tienden a bajar, a veces de forma drástica, con mayores niveles de riqueza.' En conjunto, sólo unos pocos puntos porcentuales separan a países con una renta anual per cápita de entre 20.000 y 35.000 dólares de aquellos que quedan por debajo de la barrera de los 10.000 dólares. La estrategia de hacer feliz a la gente elevando sus ingresos no parece que funcione. En cambio, un índice social que parece haber crecido de forma espectacular con el aumento del nivel de vida, al menos con la misma rapidez que se prometía y se esperaba que aumentara el bienestar subjetivo, es la incidencia de criminalidad: hay más robos de casas y de automóviles, más tráfico de drogas, más atracos y más corrupción económica. También hay una incómoda y molesta sensación de inseguridad, difícil de soportar y ya no digamos de vivir con ella de forma permanente, una incertidumbre «ambiental» y difusa, ubicua aunque aparentemente inespecífica y poco fundamentada y, por esta razón, más irritante y enojosa todavía. Estas conclusiones son profundamente decepcionantes si tenemos en cuenta que es precisamente el aumento del volumen general de fe- INTRODUCCIÓN 13 licidad «del mayor número de personas» -un aumento basado en el crecimiento económico y una mayor disposición de dinero y de crédito-Io que nuestros gobernantes han declarado durante las últimas décadas que era el principal objetivo de su política así como de las estrategias «políticas de la vida» de nosotros, sus ciudadanos. El crecimiento económico también ha servido como vara para medir el éxito y el fracaso de las políticas gubernamentales y de nuestra búsqueda de la felicidad. Incluso podríamos decir que nuestra era moderna empezó en serio con la proclamación del derecho humano universal de buscar la felicidad y la promesa de demostrar su superioridad sobre las formas de vida que reemplazaba, haciendo que esta búsqueda de la felicidad fuera menos engorrosa y ardua y, al mísmo tiempo, más efectiva. Por tanto, cabe preguntarse sí los medios propuestos para conseguir tal demostración (principalmente el crecimiento económico continuado medido por el incremento del «producto interior bruto») fueron mal elegidos. En este caso, ¿cuál fue exactamente el error en dicha elección? Teniendo en cuenta que el úníco denominador común de la gran variedad de productos del trabajo humano, intelectual y físico es el precio de mercado que alcanzan, la estadístíca del «producto interíor bruto», orientada a expresar el crecimiento o la disminución dela disponibilidad de productos, registra la cantídad de dinero que cambía de manos en el curso de las transacciones de compra y venta. Aparte de si los índices del PIE cumplen correctamente o no su función declarada, queda todavía la cuestión de si deberían de tratarse, como suele hacerse, como indicadores del crecimiento o descenso de la felicidad. Se parte de la base de que, si el gasto crece, debe coincidir con un movimiento ascendente similar en la felicidad de los que gastan, pero esto no es evidente a primera vista. Si, por ejemplo, la búsqueda de la felicidad como tal, que sabemos que es una actividad absorbente, erizada de riesgos, que consume la energia y castiga los nervios, lleva a una mayor incidencia de depresiones mentales, sin duda gastaremos más dinero, pero en antidepresivos. Si, gracias a una mayor cantidad de automóviles, crece el número de víctimas de accidente, también crece el gasto sanitario y el de las reparaciones de coches. Si la calidad del agua del grifo sigue deteriorándose en todas partes, gastaremos cada vez más dinero en agua embotellada, que deberemos transportar en mochilas o bolsas en nuestros desplazamientos, largos 14 EL ARTE DELA VIDA o cortos. (Y se nos obligará a dejar la botella antes de traspasar el conrrol de seguridad de un aeropuerto y tendremos que comprar otra una vez pasado.) En todos estos casos y en una multitud de situaciones parecidas, hay más dinero que cambia de manos y se hincha el PIB. Esto es indudable; lo que es menos evidente es que se produzca un crecimiento paralelo de la felicidad de los consumidores de antidepresivos, las víctimas de accidentes, los portadores de botellas de agua mineral y, en general, de todos aquellos a quienes les preocupa la mala suerte y temen que les llegue el turno de sufrir. En realidad, nada de esto es nuevo. Como nos recordó ]ean-Claude Michéa recientemente en su oportuna revisión de la enrevesada historia del «proyecto moderno»,' el 18 de marzo de 1968, en el fragor de la campaña presidencial, Robert Kennedy ya lanzó un mordaz ataque contra la falsedad en que se basa la idea de que el PIE es una medida de la felicidad: Nuestro PIB tiene en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica. la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellos. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secuoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge L..] los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños. En cambio, el PIE no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates politicos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra: el PIE lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida. Robert Kennedy murió asesinado pocas semanas después de haber publicado esta feroz diatriba y de haber declarado su intención de restituir la importancia de lo que hace que la vida merezca la pena, por INTRODUCCIÓN 15 lo que nunca sabremos si habría intentado, ni desde luego conseguido, materializar sus palabras en caso de haber sido elegido presidente de Estados Unidos. Lo que sí sabemos es que en los cuarenta años transcurridos desde entonces ha habido pocas muestras, por no decir ninguna, de que su mensaje fuera escuchado, comprendido, aceptado o recordado. Tampoco se ha visto ningún gesto por parte de nuestros representantes electos para rechazar o negarse a reconocer la pretensión de los mercados de materias primas de desempeñar el papel esencial en el camino hacia una vida llena de significado y de felicidad, ni ha habido pruebas por nuestra parte de inclinación alguna a reformar nuestras estrategias vitales en consecuencia. Los observadores señalan que aproximadamente la mitad de los bienes cruciales para la felicidad humana no tienen precio de mercado y no se venden en las tiendas. Sea cual sea la disponibilidad de efectivo o de crédito que uno tenga, no hallará en un centro comercial el amor y la amistad, los placeres de la vida hogareña, la satisfacción que produce cuidar a los seres queridos o ayudar a un vecino en apuros, la autoestima que nace del trabajo bien hecho, la satisfacción del «instinto profesional» que es común a todos nosotros, el aprecio, la solidaridad y el respeto a nuestros compañeros de trabajo y a todas las personas con quienes nos relacionamos; tampoco allí encontraremos la manera de liberarnos de las amenazas de desconsideración, desprecio, rechazo y humillación. Más aún, ganar el dinero suficiente para poder comprar aquellos bienes que sólo se encuentran en las tiendas supone una pesada carga sobre el tiempo y la energía que podríamos invertir en la obtención y disfrute de los otros bienes no comerciales citados hace un momento y que no están a la venta. Bien puede suceder, y sucede con frecuencia, que lo que se pierda supere lo que se gane y que la infelicidad causada por la reducción del acceso a los bienes que «el dinero no puede comprar» supere la capacidad del aumento de los ingresos de generar felicidad. El consumo requiere tiempo (como lo requiere ir de compras) y, naturalmente, los vendedores de bienes de consumo están interesados en reducir al mínimo el tiempo dedicado al placentero arte de consumir. Simultáneamente, les interesa recortar el máximo posible, o eliminar totalmente, las actividades necesarias que ocupan mucho tiempo pero generan pocos beneficios. Por la frecuencia con que aparecen en sus catálogos comerciales, las promesas en las descripciones de los 16 ELARTE DE LAVIDA productos que ofrecen -como «no exige esfuerzo alguno», «no se necesita ningún tipo de preparación», «disfrutará de (música, vistas, delicias del paladar, la blancura de su blusa, etc.) en cuestión de minutos», O «basta con un solo toque>>- parecen partir de la idea de que hay una convergencia entre el interés del vendedor y el del comprador. Este tipo de promesas constituyen una admisión indirecta o encubierta por parte de los vendedores de que no desean que los compradores dediquen demasiado tiempo a disfrutar de lo que han adquirido, malgastando de este modo un tiempo que podrían dedicar a hacer otra escapada a las tiendas, aunque evídentemente también deben mostrarse como un punto de venta muy fiable. Deben de haber descubierto que el posible comprador desea resultados rápidos y una implicacíón mínima de sus facultades mentales o físicas... probablemente para disponer de tiempo para alternatívas más atractivas. Si las latas pueden abrirse con menos esfuerzo (el esfuerzo es «malo para usted») gracias a un ingenioso abrelatas electrónico, se dispondrá de más tiempo para ir algimnasio y ejercitarse con una serie de aparatos que prometen una variedad de esfuerzos (que sí son «buenos» para usted). Sea cual sea la ganancia derivada de un intercambio así, su efecto en la suma total de felicidad es desde luego muy poco claro. Laura Porter emprendió una ingeniosa exploración de todo tipo de salas de espera con el convencimiento de que encontraría a «per~ sanas impacientes, contrariadas y enfadadas que maldecirían cada milisegundo perdido» y que estarían desesperadas por la necesidad de esperar para resolver el «asunto urgente» que las hubiera llevado hasta allí.'Con nuestro «culto a la satisfacción inmediata», reflexionaba, muchos de nosotros «hemos perdido la capacidad de esperan>: Vivimos en una época en la que «esperar» se ha convertido en una mala palabra. Poco a poco hemoserradicado en la medida de lo posible la necesidad de esperar para algo, y el último adjetivo de máxima actualidad es «instantáneo». No podemos esperar doce minutos escasos para que el agua de nuestro arroz comience a hervir, por lo que hemos creado una versión de arroz que se calienta en el microondas en dos minutos. No podemos esperar a que aparezca elseñor o la señora ideal, por lo que quedamos con el primero que pasa. [...] En nuestras vidas sometidas a la presión del tiempo, parece que el ciudadano británico del siglo XXI ya no dispone de tiempo para esperar. INTRODUCCIÓN 17 Para su gran sorpresa (y posiblemente para la de muchos de nosotros), Laura Potter encontró un cuadro muy diferente. Allá donde iba, percibía la misma sensación: «La espera era un placer. [...] El hecho de esperar parecía haberse convertido en un lujo, una ventana en nuestras vidas sujetas a horarios apretados. En nuestra cultura del "ahora", de BlackBerrys, ordenadores portátiles y teléfonos móviles, los "esperantes" veían la sala de espera como una especie de refugio». Tal vez la sala de espera -reflexiona Potter- nos recuerda el arte, inmensamente placentero aunque olvidado, de la relajación. Los placeres de la relajación no son los únicos que hemos dejado en el altar de una vida apresurada con el fin de ahorrar tiempo para poder ir tras otras cosas. Cuando los efectos de lo que un día conseguimos gracias a nuestro ingenio, dedicación y habilidad lograda a base de esfuerzo se «externalizan» a un artilugio que sólo exige el pase de la tarjeta de crédito o el accionamiento de un botón, en el camino se pierde algo que solía hacer feliz a mucha gente y que probablemente era vital para la felicidad de todos: el orgullo del «trabajo bien hecho», de la destreza, la inteligencia o la habilidad en la realización de una tarea complicada o la superación de un obstáculo indómito. A la larga, las habilidades adquiridas en otro tiempo, e incluso la capacidad de aprender y dominar nuevas técnicas, caen en el olvido, y con ellas desaparece el gozo de satisfacer el instinto profesional, esta condición vital de la autoestima, tan difícil de reemplazar, así como también la felicidad generada por el respeto hacia uno mismo. Los mercados, desde luego, se aplican en reparar el daño causado con la ayuda de sustitutos hechos en la fábrica del «hágalo usted mismo», productos que ya no puede hacer usted mismo por falta de tiempo y de vigor. Siguiendo las sugerencias del mercado y haciendo uso de sus servicios (pagados y generadores de beneficios), invitamos por ejemplo a nuestro socio a comer en un restaurante, alimentamos a nuestros hijos con hamburguesas de McDonald's o llegamos a casa cargados con comida preparada en vez de improvisar algo en nuestra propia cocina; o compramos regalos caros para nuestros seres queridos a fin de compensar el poco tiempo que les dedicamos y la falta de ocasiones para hablar unos con otros, así como la escasez o ausencia total de manifestaciones convincentes de interés, atención y cariño personal. Ni siquiera el buen sabor de los platos del restaurante o el alto precio y las etiquetas de marcas prestigiosas que llevan los regalos 18 ELARTE DE LA VIDA que venden en la tienda están a la altura del valor añadido de felicidad de los productos cuya ausencia o escasez tratamos de compensar: productos como reunirse alrededor de una mesa llena de alimentos que hemos preparado conjuntamente con la idea de compartirlos o ser escuchado con atención y sin prisas por una persona importante para nosotros a quien interesan nuestros pensamientos más íntimos, nuestras esperanzas y temores, y otras pruebas similares de atención amorosa, compromiso y cariño. Puesto que no todos los bienes necesarios para la «felicidad subjetiva», y especialmente los que no pueden ponerse a la venta, tienen un común denominador, es imposible cuantificarlos; ningún aumento en la cantidad de un bien puede compensar plena y verdaderamente la ausencia de otro bien de calidad y origen distintos. Cualquier ofrecimiento requiere cierto sacrificio por parte del donante y es precisamente la conciencia de este sacrificio lo que genera en él una sensación de felicidad. Los regalos que no requieren esfuerzo ni sacrificio y que, por tanto, no van acompañados de la renuncia de otros valores codiciados, carecen de valor en este sentido, El gran psicólogo humanista Abraham Maslow y su hijo pequeño compartían su predilección por las fresas. Su esposa y madre los obsequiaba con fresas a la hora del desayuno. «Mi hijo -me contó Maslow-v-, como la mayoría de los niños) era impaciente, impetuoso, incapaz de saborear lentamente las delicias de las fresas y prolongar elplacer de degustarlas. Se zampaba su plato en un instante y entonces fijaba su mirada codiciosa en el mío, que estaba todavía casi lleno. Cada vez que ocurría eso, yo le daba mis fresas. Y ¿sabes qué? -concluía-, recuerdo que aquellas fresas me sabían mejor en su boca que en la mía...» Los mercados han detectado perfectamente la oportunidad de capitalizar el impulso al sacrificio, fiel compañero del amor y la amistad. Han comercializado este impulso de la misma manera que otras necesidades o deseos cuya satisfacción se considera indispensable para la felicidad humana (una Casandra de nuestros tiempos nos aconsejaría desconfiar de los mercados incluso cuando nos ofrecen regalos...). El sacrificio, actualmente, significa sobre todo y casi exclusivamente privarse de una suma importante o muy ímportante de dinero: un acto que puede contabilizarse debidamente en las estadísticas del PIE. Para concluir: pretender que la cantídad y la calidad de la felicidad humana se pueden conseguír centrando la atención en un solo INTRODUCCIÓN 19 parámetro, el PIB, es extremadamente engañoso. Cuando esta pretensión se convierte en un principio político también puede resultar perjudicial, con consecuencias contrarias a las que supuestamente se perseguían. En cuanto los bienes que dan realce a la vida inician su desplazamiento desde el reino de lo no monetario al reino del mercado de bienes de consumo, no hay quien los pare. El movimiento tiende a crear su propia inercia y deviene propulsado y acelerado por él mismo, limitando cada vez más los bienes que, por su naturaleza, sólo pueden producirse de forma personal y sólo florecen tras el establecimiento de unas relaciones humanas intensas e íntimas. Cuanto más dificil es ofrecer a los demás este tipo de bienes, los que el dinero no puede comprar, o cuanto más escasea la voluntad de colaborar con otros en su producción (una voluntad de cooperación que a menudo se considera el producto más satisfactorio que se puede ofrecer), más profundos son los sentimientos de culpa y la infelicidad resultantes. El deseo de expiar y redimir esta culpa empuja al pecador a buscar en el mercado productos cada vez más caros para sustituir lo que ya no puede ofrecer a las personas con las que vive, y a pasar más horas lejos de ellos para ganar más dinero. La oportunidad de producir y compartir esos bienes personales tristemente añorados, que uno no puede pensar ni ofrecer por culpa del exceso de trabajo y del cansancio, resulta en consecuencia aún más empobrecida. Parece, pues, que el crecimiento del «producto interior bruto» es un índice bastante pobre para medir el crecimiento de la felicidad. Más bien puede verse como un indicador sensible de las estrategias, por caprichosas o engañosas que puedan ser, que en nuestra búsqueda de la felicidad nos hemos visto persuadidos, engatusados u obligados a adoptar. Lo que si podemos observar en las estadísticas del PIB es que muchas de las rutas seguidas por los buscadores de felicidad se han rediseñado y pasan ya por las tiendas, el terreno primordial para el cambio de manos del dinero, tanto si la estrategias adoptadas por los buscadores de felicidad difieren en otros aspectos (y difieren) como si no, y tanto si las rutas que aconsejan varían en otros aspectos (y varían) como si no. De estas estadísticas podemos deducir cuán extendida y fuerte es la creencia de que hay un vínculo intimo entre la felicídad y el volumen y la calidad del consumo: un supuesto que subyace tras todas las estrategias comerciales. También podemos reconocer con cuánto 20 ELARTE DE LAVIDA éxito aprovechan los mercados esta presunción más o menos oculta como motor generador de beneficio al identificar el consumo que genera felicidad con el consumo de los productos y servicios que se ofrecen a la venta en las tiendas. En este aspecto, el éxito comercial representa una excusa lamentable y, en definitiva, un fracaso abominable de la búsqueda de la felicidad que era lo que pretendia favorecer. Uno de los efectos fundamentales de equiparar la felicidad con la compra de artículos que se espera que generen felicidad consiste en eliminar la posibilidad de que este tipo de búsqueda de la felicidad llegue algún día a su fin. La búsqueda de la felicidad nunca se acabará, puesto que su fin equivaldría al fin de la propia felicidad. Al no ser alcanzable el estado de felicidad estable, sólo la persecución de este objetivo porfiadamente huidizo puede mantener felices (por moderadamente que sea) a los corredores que la persiguen. La pista que conduce a la felicidad no tiene línea de meta. Los medios ostensibles se convierten en fines y el único consuelo disponible ante lo escurridizo de este soñado y codiciado «estado de felicidad» consiste en seguir corriendo; mientras uno sigue en la carrera, sin caer agotado y sin ver una tarjeta roja, la esperanza de una victoria final sigue viva. Al pasar sutilmente el sueño de felicidad desde la visión de una vida plena y gratificante a una búsqueda de los medios que uno cree necesarios para alcanzar esta vida, los mercados se encargan de que esta búsqueda nunca termine. Los objetivos de la búsqueda se reemplazan unos a otros con una velocidad asombrosa. Los perseguidores (y por descontado sus celosos entrenadores y guias) comprenden perfectamente que, si la búsqueda es para alcanzar un propósito declarado, los objetivos alcanzados tienen que quedar pronto fuera de uso, perder su lustre, su atractivo y su poder de seducción, para acabar abandonados y sustituidos, Unay otra vez, por «nuevos y mejores» objetivos, que a su vez están condenados a encontrar el mismo destino. Imperceptiblemente, la visión de la felicidad pasa de una dicha anticipada después de la compra al acto de comprar que la precede: un acto que rebosa de alegre expectativa, alegre porque implica una esperanza, aún inmaculada, sin borrón y sin tacha.
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