EL SENTIDO DE LA MUERTE EN SIMONE DE BEAUVOIR
Enviado por sapichumalo • 17 de Diciembre de 2014 • 2.649 Palabras (11 Páginas) • 347 Visitas
EL SENTIDO DE LA MUERTE EN SIMONE DE BEAUVOIR
Hablar del sentido de la muerte puede parecer una paradoja, pues la muerte es justamente lo que clausura cualquier posibilidad de sentido, lo que sitúa bajo la amenaza de la nada, del absurdo, toda construcción humana. Por eso quizás sería más correcto referirse sólo a la “función de la muerte”, pero en el siglo XX se desarrolló una filosofía que, bajo el supuesto de que la existencia es en sí misma un acontecer absurdo, vio en la muerte el hecho revelador de la naturaleza última de la vida. Bajo esta perspectiva se puede considerar que la muerte tiene un sentido: hacer patente el sinsentido de la existencia. Nos estamos refiriendo al existencialismo en su versión más radical. Simón de Beauvoir no es una filósofa en sentido estricto; es decir, no elabora un pensamiento sistemático, ordenado según los clásicos cánones académicos; es más bien una poetisa, una creadora de belleza, pero todo su trabajo se halla cargado de ideas filosóficas, especialmente del existencialismo de J. P. Sartre, y uno de los temas más recurrentes en su literatura es precisamente la muerte.
En efecto, Beauvoir posee la habilidad de introducir al lector en un universo intelectual tejido con las ideas filosóficas que determinaron el curso del pensamiento europeo en el periodo de la postguerra. Un mundo desencantado, escéptico, que ya no tiene ni la fuerza romántica que exaltaba al yo por encima de cualquier otra instancia, ni la fe en la razón y en el progreso propia del positivismo ilustrado. Uno de los pensadores que llevó hasta el límite el desarraigo de la existencia que ya no posee ningún punto de referencia sólido es J. P. Sartre, sin cuya presencia resulta ininteligible la obra de Beauvoir. Cuando éste desarrolla sus ideas más penetrantes el pensamiento ha agotado todos los recursos que permitían mantener un mínimo de esperanza: Dios ha desaparecido del horizonte intelectual, la naturaleza se ha convertido en un inmenso mecanismo que actúa ciegamente, y el hombre y su razón han mostrado en la dos guerras la mentira en la que se sostenían. La naturaleza humana es contemplada como un concepto del pasado, como una hipótesis inútil; es sólo la proyección ideológica de un mundo culpable. ¿Qué es, pues, el hombre? En sentido estricto, algo indefinible, un ser sin esencia: existencia únicamente determinada por su propia libertad. Partiendo de este presupuesto la obra de Simone de Beauvoir desarrolla con elocuente dramatismo lo que los escasos recursos expresivos de Sartre presentan de un modo frío y tosco.
Limitaremos el análisis a una de sus obras más conmovedoras: Una muerte muy dulce (Pocket/Edhasa, Barcelona, 1977). En ella Beauvoir describe la muerte de su madre, el modo en que durante los días previos al acontecimiento se le fue haciendo evidente un destino fatal que, aunque asumido, el ser humano siempre experimenta como algo imprevisto, extraño, violento. La enfermedad, el deterioro físico, la lenta agonía, se convierten en el vehículo a través del cual lo simplemente conocido se convierte en experiencia, la información pasa a ser sabiduría. Hemos dicho que para Sartre el ser humano sólo se puede definir como existencia sólo definida por la libertad. El hombre es, pues, proyecto, apertura al mundo; a un mundo en el que no hay rastro de trascendencia, pues las cosas son existencias clausuradas, llenas de sí, sin más realidad que lo que muestran (son en sí). El mundo clásico interpretó la contingencia, lo aparente, como la cara externa de los seres que movía a la inteligencia a la búsqueda de un fundamento absoluto. Sartre, por el contrario, piensa que todo lo absoluto es lo que aparece; una apariencia que no esconde nada, sólo el vacío:
Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto. (Sartre, J. P. La náusea, Madrid, 1999, págs. 143-144.)
Este es el horizonte filosófico desde que el que Beauvoir elabora su obra narrativa: el hombre es conciencia abierta al mundo, una conciencia que ha de construirse a sí mismo libremente frente a existencias que se agotan en su apariencia. Aunque movida por otras razones hay que indicar que, incluso cuando era creyente, el mundo jamás fue para Beauvoir un indicio de lo absoluto. En sus memorias confiesa que nunca fue capaz de intuir relación alguna entre el mundo y la trascendencia, lo cual es característico de la devotio moderna, que sitúa a Dios como la antítesis de un mundo preñado de pecado:
Me habitué a considerar que mi vida intelectual –encarnada por mi padre- y mi vida espiritual- dirigida por mi madre eran dos dominios radicalmente heterogéneos, entre los cuales no podía producirse ninguna interferencia. La santidad era de otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas no tenían nada que ver con la religión. Así relegué a Dios fuera del mundo. (Beauvoir, S. Mémories d´une jeune fille rangée, Paris, 1958, p. 44. Citado en Moeller, Ch. Literatura del siglo XX y cristianismo, vol. V, Madrid, 1978, p. 185.)
Con este esquema mental, al desaparecer la idea de Dios queda sólo un mundo vacío, una epidermis sin cuerpo. Ella lo define como “una patética ausencia de absoluto”. El encuentro con el nihilismo de Sartre no debió suponer, por consiguiente, una conmoción en la estructura filosófica de Beauvoir, sino más bien un modo de ordenar lo que ya se hallaba incoado en la crisis religiosa. Sin otro punto de referencia más que su propia libertad, el hombre se halla condenado a construir su propia vida, a crear el sentido de las cosas a que éstas no pueden ofrecerlo, y aquí tiene su raíz la angustia, el miedo, que hace que la conciencia se refugie en el en sí de las cosas proyectando mitos valores, etc., que la liberan de su responsabilidad. La conciencia inventa, en definitiva, un falso mundo autosubsistente:
¡Qué triste me sentía aquel miércoles por la noche, dentro del taxi que me llevaba! Conocía de memoria el trayecto a través de los barrios elegantes: Lancôme, Houbigant, Hermès, Lanvin. Con frecuencia un semáforo en rojo me detenía delante de la “boutique” Cardin: veía sombreros, chalecos, pañuelos, zapatos y botas de una elegancia irrisoria. Más lejos, unos bonitos batines acolchados, de colores suaves (…) Perfumes, pieles, ropa blanca, joyas: la lujosa arrogancia de un mundo en el que no hay lugar para la muerte. (Beauvoir, S.
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