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El indigno


Enviado por   •  5 de Mayo de 2014  •  Ensayo  •  1.924 Palabras (8 Páginas)  •  368 Visitas

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El indigno

Jorge Luis Borges

La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado

en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso

corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura

de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había

reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el

dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros

largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un

hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las

complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una

copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano

que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no

quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi

biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.

Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy

puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.

–Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni

siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento

como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales.

No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos

judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en

Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos

Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y

después los baldíos.

Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el

culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile

y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un

héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la

primera vez que lo oye nombrar.

El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había

almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de

Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus

adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se

presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:

–Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?

–De San Cristóbal –dijo el otro.

–Mi consejo –insinuó Ferrari– es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es

capaz de hacerle pasar un mal rato.

El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el

otro, pero sabía que ahí estaba la barra.

Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era

morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre

andaba de negro.

Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con

unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:

–Déjenlas pasar. Carne vieja.

Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el

provocador y le dijo:

–Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?

Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.

Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:

–Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.

Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:

–Un caballero que hace respetar a las damas.

Mi madre, para sacarme del apuro, observó:

–Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.

No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería

que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y

mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío.

Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre

muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por

encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me

había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos

parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo

me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante

ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima

vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.

No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la

invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.

Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete.

Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre

es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le

cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una

condena.

Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía

todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de

eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por

llegar y que no llegó,

...

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