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Máscaras Mexicanas


Enviado por   •  26 de Septiembre de 2012  •  4.989 Palabras (20 Páginas)  •  776 Visitas

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OCTAVIO PAZ

"Máscaras mexicanas"

Corazón apasionado

disimula tu tristeza.

Canción popular

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece

como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su

arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra,

la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni

siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas

almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y

sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos

suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas

indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas

palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos

infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los

demás. Lejos, también, de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría"

consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo

que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse,

humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su

intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los

secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque,

al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida

que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente

consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha

sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la hostilidad del

ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a

cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara

espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona

solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no

sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina

corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser

entraña una disminución de nuestra hombría.

Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el

mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que el

desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el

que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como

Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por

nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber

renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido con Fulano", decimos

cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos "rajado", alguien ha

penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la

mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos

abdicado.

Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no

lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste

en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a

repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y

guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o

ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y

políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros

héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas,

concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y

Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de

nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la

adversidad.

La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y

desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad,

impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia

indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden.

EL mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear

un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas

políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida

pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que

muy fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o

artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y

principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención

que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de

nuestro ser y lo que le da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que

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