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Apellidos de Pozoblanco. La historia de todos nosotros


Enviado por   •  26 de Octubre de 2017  •  Documentos de Investigación  •  7.731 Palabras (31 Páginas)  •  269 Visitas

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APELLIDOS DE POZOBLANCO: LA HISTORIA DE TODOS NOSOTROS

Para iniciar la exposición sería conveniente, antes de nada, determinar qué es un apellido. La Real Academia aclara que el término apellido puede definirse como nombre de familia con que se distinguen las personas. Y es una definición muy apropiada y exacta pues en sus orígenes se utilizaba para diferenciar a individuos concretos dentro de un grupo familiar.

I. EL ORIGEN DE LOS APELLIDOS

El apellido no es un distintivo que haya gozado siempre de la misma estabilidad y duración que en los tiempos presentes.

Aquellos que intentan aproximarse al estudio del origen de los apellidos lo hacen según la normativa actual pero en cuanto retroceden unas cuantas generaciones se topan con la cruda realidad: nuestros antecesores aplicaron diferentes pautas y costumbres al apellidar a sus hijos.

Originariamente el apellido era una palabra que acompañaba en la familia al nombre de pila del sujeto concreto para distinguirlo dentro de ella o en relación con otros individuos de familias distintas. Es comprensible que si una comunidad repite continuamente una serie de nombres propios habituales (Antonio, Juan, María, Catalina) se hace imprescindible usar un segundo calificativo para distinguirlos, utilizando para ello alguna característica específica de carácter físico, topográfico, laboral u otra cualquiera (Antonio el Bajo, Antonio del Cerro, Antonio el Molinero).

Pero este segundo nombre no puede aún ser considerado un apellido porque sólo designa al propio individuo y no al resto de la familia. Cuando sea utilizado por los miembros de la familia, tengan o no la característica que sirvió de argumento original, entonces se habrá convertido en apellido.

Llegados a este punto quisiera advertir que no debemos confundir los términos de apellido y linaje. Son dos cosas distintas.

El apellido se produce, como hemos visto, cuando es asumido por la propia familia y es utilizado por ella, aunque a veces determinados miembros de la familia no lo heredaban ni lo portaban.

En cambio el linaje es el nombre o calificativo adjudicado por la comunidad al conjunto de todos los descendientes de una estirpe común, muchas veces sin aprobación ni permiso de los afectados (canarios, colilleros, melojas, minutos, sampitos, cominos, poleos…), y lo heredarán quieran o no, al menos mientras quede memoria. Lógicamente, si los aludidos lo adoptan de forma oficial o se les adjudica en la documentación se convertirá en apellido.

Pero a veces, de modo sorprendente, el trayecto será de ida y vuelta: Zajón, en su origen posiblemente un apodo, pasó a ser un apellido tradicional en Pozoblanco desde, al menos, el siglo XVI hasta el XX. Hoy se ha perdido como tal pero permanece como linaje o apodo.

II. CÓMO SE FORMARON LOS APELLIDOS HEREDITARIOS

La fijación del apellido comienza en tiempos medievales, cuando los escribanos y otros funcionarios acostumbran en los documentos a hacer constar junto al nombre de pila del protagonista algunas anotaciones distintivas como el nombre del padre, la procedencia geográfica, el oficio que ejerce, etc. Esta costumbre acabará por convertirse en apellido hereditario y tiene un origen claramente documental.

En los reinos cristianos se empezó a añadir al nombre del hijo el del padre (patronímico), primero con el término filius (hijo de, pues se escribía en latín) y luego con el sufijo “–ez”, con idéntico significado (González sería el hijo de Gonzalo, Martínez el de Martín…).

Como es natural, este apellido patronímico cambiaba cada generación y no servía como apellido familiar, sólo individual: el hijo de Gonzalo será Sancho González pero el hijo de éste se apellidará Sánchez por ser hijo de Sancho.

En los siglos finales de la Edad Media se hace costumbre en todos los niveles sociales convertir en hereditario este segundo nombre o apellido, pero esta adopción es libre y voluntaria, de modo que cada uno puede optar por el que crea oportuno de entre los usados por los ascendientes o, a veces, incluso fuera del seno familiar. Tras sucederse varias generaciones cada familia posee un determinado número de patronímicos que corresponden a padres, abuelos y tíos por línea paterna o materna y son los que habitualmente utiliza, salvo muy raras excepciones.

Lógicamente, este reducido patrimonio onomástico familiar y, a su vez, la libertad de que gozaban para eligir darán como resultado que, por ejemplo, cinco hermanos puedan llevar cinco apellidos completamente distintos. Les aseguro que en Pozoblanco existieron cientos de casos. Un ejemplo: testamento de 1597 de Teresa Sánchez, viuda de Bartolomé Redondo; hijos: Juan Redondo, Catalina Ruiz, Bartolomé Sánchez, Pedro Bajo, Martín Díaz. O este otro de 1685: Martín López de la Torre esposo de Juana López la Risca, hijos Martín Sánchez, Juana Castellano, Antón García, Margarita Díaz de Pedrajas y Juana Muñoz la Risca. Uno más, de 1733: Ana Blanca, viuda de Benito Redondo, siete hijos: Benito Redondo, María Marquina, Isabel de Arévalo, Francisca Ruiz, Catalina Bejarano, Ana Blanca, Andrés Jurado.

Pero lo que hay que dejar muy claro es que este aparente caos tiene una coherencia interna absoluta pues cada apellido recibido en la familia corresponde exactamente a la persona o antecesor al que se quiere honrar y cuya memoria se desea perpetuar. La onomástica se convertía así en un auténtico culto a los antepasados paternos y maternos.

A partir del siglo XVI los apellidos heredados están bastante consolidados, entre otros motivos porque el cardenal Cisneros primero y luego el concilio de Trento obligaron a las parroquias a consignar los nacimientos y defunciones con la filiación de los inscritos. El Estado también añadirá un argumento más cuando, por motivos militares o impositivos, fuerce en padrones, amillaramientos y otros documentos oficiales a caracterizar lo más detalladamente posible a cada uno de los sufridos contribuyentes.

En cuanto a las mujeres, siempre usaron su propio apellido familiar, nunca el del marido. Y era muy normal que lo feminicen: Catalina Fernández la Blanca, Leonor Morena, María Plazuela, Ana Ranchala, Marta Peralba, Isabel Herruza, Teresa Pabona, Leonor Moyana, Ana Ruiz la Condesa... Esta particularidad es muy apreciada en genealogía pues facilita el rastreo.

De todos modos, es importante saber que la norma actual de los apellidos heredados, respectivamente, de padre y madre no se implanta legalmente hasta la Ley del Registro Civil de 17 de junio de 1870 y es desde entonces cuando queda establecido de manera oficial incluso su grafía, salvo descuido de los funcionarios (por ejemplo, en el DNI, mi Peralvo, con uve, es diferente al de todos mis hermanos). El código penal de ese mismo año establecía como delito el uso de nombre o apellido supuestos lo que vino a consagrar como apellidos exclusivos los anotados en el Registro Civil.

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