Cegera.
Enviado por Lisbeca77 • 8 de Mayo de 2013 • Informe • 13.362 Palabras (54 Páginas) • 477 Visitas
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,
dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el
indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.
La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas
pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca
menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores,
impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los
coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos
nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya
de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los
automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien
sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada
por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios
sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de
los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la
expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron
bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían
arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un
problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se
le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el
sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito
eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina,
no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones
que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado
braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan
frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada,
dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.
Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está
dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve
que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una
palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando
alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen
sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca,
compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la
cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que
cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un mo-
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vimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños
cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del
cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un
semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación
mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar,
tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos.
Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios,
dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos
transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá
atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo
que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un
guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a
la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor,
que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios
opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre
hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo
quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía,
Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una
voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos
aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo
conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron
murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo,
Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse
en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de
seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame
dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban
caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante
los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una
niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la
ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo
lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de
nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una
desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo
tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como
si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una
dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro
respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana
por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir
a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una
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desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué
no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro,
Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no
sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.
Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las
aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no
encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a
buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era
tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba
a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la
angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del
cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo
que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que
se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le
agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante
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