Daniel Alcides Carrion
Enviado por carlosramosnunez • 5 de Febrero de 2012 • 5.688 Palabras (23 Páginas) • 1.413 Visitas
Daniel Alcides Carrión: el método experimental in extremis
Carlos Ramos Núñez
Profesor de Historia del Derecho en la PUCP. Subdirector del Instituto Riva-Agüero.
1. El personaje y su tiempo
La efigie del mártir de medicina peruana, Daniel Alcides Carrión (Cerro de Pasco, 1857-Lima, 1885) no estaría completa sin la consideración de un aspecto poco conocido en el imaginario colectivo, a saber: el sumario criminal instaurado al día siguiente de su deceso. La instrucción había sido promovida de oficio por la policía limeña, aunque el examen de las fuentes revela que en ello concurrieron no sólo disquisiciones jurídicas y médicas, sino también cuestiones relativas a la ética profesional y aun una coyuntural disputa política. Así, el incidente Carrión se revela como una inesperada pieza de casuística histórico-jurídica. Los involucrados fueron los leales compañeros de estudios del joven cerreño, el médico que, a instancias de Carrión, realizó la inoculación del germen de la verruga y el facultativo y maestro universitario Leonardo Villar, quien a la sazón se desempeñaba como jefe responsable de la sala del Hospital Dos de Mayo, lugar donde se efectuó el experimento.
Carrión nace en Cerro de Pasco el 13 de agosto de 1857, como hijo no reconocido del inmigrante ecuatoriano Baltasar Carrión y Torres, abogado y médico, y de la señora Dolores García Navarro, natural de la floreciente ciudad minera. En 1873, luego de recibir las primeras letras en su ciudad natal y en Tarma, el joven es enviado a Lima, donde concluye su educación escolar como alumno interno del Colegio Nuestra Señora de Guadalupe. Allí traba amistad con los que más tarde serían sus condiscípulos universitarios: Mariano Alcedán, Julián Arce, Enrique Mestanza, Ricardo Miranda, Manuel Montero y Casimiro Medina. Importa destacar el paso de Carrión por el claustro guadalupano, que, por entonces, se erigía como un centro de formación liberal y abierto a las nuevas corrientes experimentales en las distintas ramas del conocimiento. Habían enseñado allí José Gálvez, Sebastián Barranca, José Gálvez, Cesáreo Chacaltana, Miguel Aljovín y otros educadores forjados en el humanismo liberal.
Concluida si educación secundaria, el galeno en ciernes se matricula en la Facultad de Ciencias de la Universidad de San Marcos y, en abril de 1879, es aceptado como alumno en la Facultad de Medicina de San Fernando. Curiosamente, el año anterior había sido rechazada su postulación. Esta vez, presidía el jurado examinador uno de los introductores del positivismo científico en el Perú, el doctor Celso Bambarén, catedrático de Anatomía General en San Fernando, miembro del Partido Civil y que, en cierta ocasión, durante un debate sobre la libertad de cultos en el Congreso, se declaró «enemigo personal de Jesucristo». Así, el positivismo experimental, humanista y laico, que ganaba espacios en la enseñanza médica nacional desde fines de la década de 1840, añadía una impronta más en la formación espiritual del joven Carrión.
Durante los seis años de estudios de medicina, en las aulas y en la práctica hospitalaria, que desarrolla en los nosocomios de la Maison de Santé (Hospital Francés), Dos de Mayo y San Bartolomé, Daniel Carrión demostraría un tenaz interés por desentrañar los secretos de la denominada «verruga peruana». Incluso proyectaba escribir su tesis de bachiller sobre aquel tema, para lo cual reúne amplia información bibliográfica y bosqueja unos apuntes alusivos, a más de redactar nueve historias clínicas completas sobre verrugosos de distinta gravedad. ¿Qué determinó esa elección, que a la larga le costaría la vida? Desde antaño se confundían tres males de nosología incierta: el ticte o verruga común, de origen viral; la verruga peruana, eruptiva y endémica en algunas quebradas del Perú; y la «fiebre de La Oroya», semejante a la anterior, aunque acompañada de elevación de la temperatura, anemia y de pronóstico fatal. Poco se había investigado sobre el particular, a excepción de un par de tesis en las décadas de 1860 y 1870. No obstante, el interés por la dolencia (o dolencias) se animaría entre científicos y médicos cuando la «fiebre de La Oroya» empezó a diezmar a los contingentes de trabajadores que participaban en el tendido del ferrocarril Lima-La Oroya en 1870 y 1871.
Lo cierto es que el estado de los conocimientos médicos en el país se hallaba en un período de incertidumbre. El positivismo experimental era cultivado asiduamente en el orden especulativo, bien que en la práctica se mantenían vigentes los cánones hipocráticos basados en la observación de síntomas. En Europa, Pasteur, Koch y Lister, fundadores de la bacteriología, demostraron que los verdaderos causantes de las infecciones eran microbios y que cada enfermedad era causada por cepa específica de esos gérmenes. Sin embargo, para Carrión, sus compañeros y sus profesores, la bacteriología era virtualmente desconocida, en tanto que había quienes aún abrazaban las teorías miasmáticas, basadas en la influencia del clima, los humores y la difusión de éstos a través de los vientos. En un nivel más riguroso, se confrontaban dos posturas: una teoría unicista, que identificaba la verruga peruana y la maligna fiebre de La Oroya como una misma entidad nosológica; y la posición que las consideraba enfermedades diferentes. Se desconocían tanto el agente patógeno como el vector o transmisor. Unos se inclinaban por asimilar la fiebre de La Oroya anemizante y mortal con alguna forma de paludismo; otros sostenían que se trataba de una (o más de una) enfermedad aún desconocida para la ciencia.
La decisión de Daniel Alcides Carrión se entiende con claridad dentro del contexto científico y cultural de su tiempo. En 1884, cuando el estudioso cerreño cursaba el quinto año de Medicina, arriban al país las primeras noticias sobre la existencia de gérmenes patógenos. Aun cuando fue recibida con escepticismo, la posibilidad de que organismos microscópicos fuesen los causantes de la verruga y de las fiebres terminaría por afianzar las convicciones de Carrión. Sus propósitos fundamentales eran dos: por un lado, averiguar si la verruga peruana, eruptiva y de tránsito benigno, y la fiebre de La Oroya, de curso mórbido y frecuentemente fatal, eran una o dos enfermedades diferentes; de otro lado, merced al advenimiento de la microbiología, intentó establecer si el mal —o males— eran susceptibles de ser transmitidos de un ser vivo a otro. No le bastaban para ello sus cuatro años de lecturas y su cuidadoso análisis de casos: resultaba indispensable «estudiar la enfermedad del hombre en el hombre». De ese modo, pretendía asimilar la tradición hipocrática,
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