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EL ESCARABAJO DE ORO


Enviado por   •  25 de Abril de 2012  •  12.274 Palabras (50 Páginas)  •  1.191 Visitas

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Edgar Allan Poe

El Escarabajo de Oro

I

¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.

(Todo al revés.)

Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster William Legrand. Era de una antigua familia de

hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado en la miseria.

Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus

antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.

Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos,

tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una

ensenada ap enas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por

patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran

allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas

miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las

fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese

punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza

del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una

altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.

En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante,

Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un

modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas

cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular

inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de

melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la

caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares

entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.

En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que

había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con

amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven

massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo

trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y

custodiase al vagabundo.

Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un

verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de

18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la

maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por

aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran

mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo

respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego

llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un

sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.

Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de

oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus

ataques—¿con qué otro término podría llamarse aquello?—de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo

desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía

totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.

—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la

especie de los escarabajos.

—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le

había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a

casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a

usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer.

¡Es la cosa más encantadora de la creación!

—¿El qué? ¿El amanecer?

—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de

una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más

alargada, en la otra punta. Las antenas son...

—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro—interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un

escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo

la mitad de pesado.

—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que

exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color—y se volvió hacia mí—

bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que

el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una

idea de su forma.

Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un

momento en un cajón, sin encontrarlo.

—No importa—dijo, por último—; esto bastará.

Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo

...

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