El Pequeño Escribiente Florentino
Enviado por Jose_Vasquez1309 • 19 de Marzo de 2014 • 2.200 Palabras (9 Páginas) • 569 Visitas
El pequeño escribiente florentino
Edmundo de Amicis
Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.
Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.
Pero el padre le respondió:
-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.
Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.
Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!
Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!
Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?
A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.
-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.
Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:
"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como
...