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El estado Por Manuel González Prada, Anarquía


Enviado por   •  11 de Julio de 2015  •  Tutorial  •  9.634 Palabras (39 Páginas)  •  161 Visitas

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EL ESTADO

Por Manuel González Prada, Anarquía

Esclavizarse por razón de política vale tanto como someterse por causa de religión: esclavos de una casaca o de una levita da lo mismo que siervo de una sotana o de un hábito. Reconocer la omnipotencia de un Parlamento es, acaso, más absurdo que admitir la infalibilidad de un concilio: siquiera en las magnas reuniones de los clérigos ergotizan y fallan hombres que saben latín y cánones, mientras en los congresos divagan y legiferan personajes que a duras penas logran recordar cuántos dedos llevan en cada mano.

En el orden civil se puede ser tan Domingo de Guzmán y Torquemada como en el gobierno eclesiástico. Inquisidores laicos, los políticos mudan la Diosa-Iglesia por el Dios-Estado y rechazan los misterios del Catolicismo para profesar los dogmas de la Ley. El espíritu que anima a los curas no se diferencia mucho del que arrastra a los hombres públicos: tonsurados y no tonsurados, todos proceden o procederían de igual manera. Los políticos no fulminan excomuniones ni encienden hogueras, mas declaran fuera de la ley, encarcelan, deportan y fusilan: hacen cuanto el medio social permite, que muy bien excomulgarían y quemarían, si les dejaran excomulgar y quemar.

Antes se negaba la moralidad sin la religión; hoy no se admiten el orden sin las leyes, el individuo sin la autoridad, la fiera sin el domador. Como el amor a Dios y el miedo al infierno se han convertido en entidades despreciables que de nada influyen en la conducta de las personas ingénitamente honradas, así el respeto a las autoridades y el temor a los códigos no engendran la rectitud de los corazones bien puestos: sin alguaciles ni cárceles, los honrados seguirán procediendo honradamente, como a pesar de cárceles y alguaciles, los malos continúan haciendo el mal.

Los que en nuestros días no conciben el movimiento social sin el motor del Estado se parecen a los infelices que en pleno siglo XIX no comprendían cómo un tren pudiera ir y venir sin la tracción animal. Recuerdan también al campesino que se lo explicaba todo en el automóvil menos el cómo pudiera andar sin caballos.

El individuo se ha degradado hasta el punto de convertirse en cuerpo sin alma, incondicionalmente sometido a la fuerza del Estado; para él suda y se agota en la mina, en el terruño y en la fábrica; por él lucha y muere en los campos de batalla. En la Edad Media fuimos un trozo de género para coser una sotana; hoy somos el mismo trozo para hacer una casaca. Y (todo lo sufrimos cobarde y ovejunamente! Merced a innumerables siglos de esclavitud y servidumbre, parece que hubiéramos adquirido el miedo de vernos libres y dueños de nosotros mismos: en plena libertad, vacilamos como ciegos sin lazarillo, temblamos como niño en medio de las tinieblas.

Por eso, las mismas víctimas unen su voz a la voz de los verdugos para clamar contra los valerosos reformadores que predican la total emancipación del individuo. Mas no creemos que en las muchedumbres dure eternamente esa aberración mental. Las semillas arrojadas por los grandes libertarios de Rusia y Francia van germinando en América y Europa. Los burgueses más espantadizos empiezan a ver en la Anarquía algo que no se resume en las bombas de Vaillant y Ravachol.

Los que vengan mañana, juzgarán a los actuales enemigos del Estado, como nosotros juzgamos a los antiguos adversarios de la Iglesia: verán en anarquistas y rebeldes lo que nosotros vemos hoy en los impíos y herejes de otras épocas.

LA AUTORIDAD

Por Manuel González Prada, Anarquía

Según los antiguos, el poderoso Zeus, al arrebatarle la libertad a un hombre, le quitaba la mitad de su virtud. Muy bien: perdemos lo más grande y lo mejor de nuestro ser al sufrir el oprobio de la esclavitud; pero ¿qué ganamos desde el instante que ascendemos al rango de autoridad? Cojamos al ente más inofensivo, otorguémosle la más diminuta fracción de mando, y veremos que instantáneamente, como herido por una vara mágica, se transforma en un déspota insolente y agresivo.

Pocos, poquísimos hombres conservan en el mando las virtudes que revelan en la vida privada. La piedra de toque para valorizar a un alma no debemos buscarla en el infortunio sino en el poder: encumbremos al justo, y en la cima le descubriremos imperfecciones que no le notábamos en el llano.

Nada corrompe ni malea tanto como el ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea. ¿Hay algo más odioso que un niño vigilando a sus condiscípulos, que un sirviente haciendo el papel de mayordomo, que un jornalero desempeñando el oficio de caporal, que un presidiario convirtiéndose en guardián de sus compañeros? Si alguacil, si nada más que sustituto de alguacil pudiéramos nombrar al inerme gusano, al punto lograríamos metamorfosearle en víbora.

Preguntaba un viejo yanqui a un inmigrante recién desembarcado en Nueva York:

-¿Es usted republicano?

-No; yo no soy republicano.

-¿Es usted demócrata?

-No; yo no soy demócrata.

-¿Entonces ... ?

-Soy de la oposición; siempre contra el Gobierno.

Este dialoguillo resume los sentimientos de un alma libre, rechazando el principio de autoridad y declarándole guerra donde le encuentra. (Ojalá todos pensaran como él!

Porque, si en opinión de los fanáticos, el principio de la sabiduría es el temor de Jehovah, en concepto de los hombres libres la cordura de un pueblo estriba en el menosprecio a la autoridad. Eso que llaman desacato y lesa majestad carece de sentido para gentes emancipadas, sólo tiene significación para el enjambre de palaciegos y cortesanos.

(Qué náuseas sentiríamos si conociéramos el número de crímenes y bajezas que simbolizan la banda de un presidente, la mitra de un obispo, la medalla de un magistrado y las charreteras de un general! (Cuántas genuflexiones y curvaturas! (Cuántos empeños y chismes! (Cuántos perjurios y cohechos! (Cuántas prostituciones de las madres, de las hermanas, de las esposas y de las hijas! A mayor encumbramiento, mayor ignominia, pues hubo que arrastrarse más para subir más alto.

Las muchedumbres no deben alucinarse con títulos pomposos ni dejarse deslumbrar con uniformes o vestiduras churriguerescas. Se hallan en la obligación de repetirse noche y día que el mando no implica superioridad sobre la obediencia, que la blusa del jornalero no tiene por qué humillarse al frac del Presidente. Si cabe alguna diferencia entre el Jefe Supremo y el simple ciudadano, ella redunda en honor del segundo: el ciudadano

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