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Esclavitud Femenina Stuart Mill


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2012  •  3.671 Palabras (15 Páginas)  •  623 Visitas

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ESCLAVITUD FEMENINA

En 1851, cuando Stuart Mill contaba con 45 años de edad, pudo por fin casarse con Harriet Taylor, tras veinte años de una íntima amistad. El marido de Harriet había muerto hace dos años, y ellos, tras respetar aquel matrimonio y no dar nunca ocasión al más mínimo reproche, decidieron que había llegado el momento. En Taylor, Stuart Mill encontró a la compañera ideal, es decir, y en su propio criterio, a alguien igual a él, sobre quien no se sentía superior ni inferior. Siete años después moría Harriet, y desde entonces veneró su memoria el resto de su vida, hasta el punto de pasar largas temporadas en Aviñón, ciudad donde murió su esposa y donde a él mismo le sorprendería la muerte en 1873. Cuatro años antes de morir, cuando Stuart Mill ha dejado atrás tantas cosas, decide escribir un libro sobre la situación de la mujer. (En 1851 Harriet Taylor había escrito ya The Enfranchisement of Women, que podríamos traducir como “la liberación de la mujer”, “el derecho a voto de las mujeres” o “los derechos civiles y políticos de las mujeres”). En la redacción de su obra, Mill recordaría las conversaciones que en aquella época mantuvo con ella al respecto. No en vano: en 1867, Mill fue el primer miembro del Parlamento que defendió el derecho de voto de la mujer. No le faltaba, pues, experiencia, y de la mejor calidad. El libro que escribe es de una belleza sobrecogedora, y quedará como un monumento del espíritu humano. Muy inteligente y muy acertada estará Pardo Bazán al introducirlo en España. Si tuviéramos que enumerar sus virtudes, en primer lugar hablaríamos de su brevedad. La escritura de Mill se caracteriza por ir directamente al grano sin concesiones de ningún tipo, en un estilo sencillísimo, tremendamente ajustado. No dice más de lo que se piensa, en todo caso queda la sensación de que ha pensado más de lo que dice, y de ahí esa concisión y ese rigor lógico que hacen del texto un modelo de inteligibilidad. En segundo lugar, lo que verdaderamente sorprende a quien lo lee es que no espera que tras esa apariencia un tanto seca, formal y lógica, se expresen y analicen tantos sentimientos profundos, tal saber de la vida. Parecería que la insistencia en la claridad y en la lógica no es compatible con la profundidad de la experiencia vital. Creíamos que la experiencia de la vida no encuentra forma del todo lógica, y que lo lógico no llega a la experiencia de la vida. Creíamos esto hasta leer a Stuart Mill, de ahí la sorpresa. Por la misma senda será capaz de marchar Bertrand Russell, de quien fue padrino justo antes de morir. En tercer lugar, la belleza del libro viene no menos de una rara independencia de espíritu, algo excepcional en todas las épocas, que en este caso se muestra doblemente, al tratar un tema tan opuesto a los sentimientos predominantes. Por fin, lo que da mayor valor a la obra es el modo tan circunstanciado en que apoya su tesis de que la pretendida inferioridad de la mujer es resultado de su deficiente e interesada educación. No es cuestión de naturaleza, pues, sino de cultura.

El origen de la esclavitud femenina se deriva para Mill de la superioridad física del hombre. Este es el antecedente más remoto de la sujeción de la mujer: “Este régimen proviene de que, desde los primeros días de la sociedad humana, la mujer fue entregada como esclava al hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a quien no podía resistir ni oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular”. Mill nos abre los ojos a la superioridad física como factor determinante de la sociedad, incluso cuando la época, como el siglo XIX, aparenta haberla dejado atrás como factor de legitimidad. Él no se engaña acerca de su influencia ubicua, pero admite que con el tiempo la relevancia de la superioridad física en las instituciones sociales se ha ido aminorando. Eso ha ocurrido con todas las instituciones, nos viene a decir, excepto con la de la sujeción femenina, que “ha durado hasta el día [de hoy], mientras otras instituciones afines, de tan odioso origen, procedentes también de la barbarie primitiva, han desaparecido; y en el fondo esto es lo que da cierto sabor de extrañeza a la afirmación de que la desigualdad de los derechos del hombre y de la mujer no tiene otro origen sino la ley del más fuerte”. ¿Cómo es esto posible? No hay que olvidar que 36 años antes de estas palabras, Inglaterra había sido el primer país en abolir la esclavitud. ¿Por qué lo que ha acabado por erosionar toda institución basada en la pura fuerza bruta, no ha funcionado con la mujer? Stuart Mill responde: precisamente por eso, porque el dominio sobre la mujer es el último reducto que le ha quedado al hombre para ejercer su poder, un poder que ha perdido total o parcialmente en todas las demás esferas. En la familia y sobre su mujer, cualquier hombre tiene asegurada la supremacía. “El paleto ejerce o puede ejercer su parte de dominación, como el magnate o el monarca. Por eso es más intenso el deseo de este poder: porque quien desea el poder quiere ejercerle sobre los que le rodean, con quienes pasa la vida, personas a quienes está unido por intereses comunes, y que si se declarasen independientes de su autoridad, podrían aprovechar la emancipación para contrarrestar sus miras o sus caprichos”. Establecido este poder, la posibilidad de rebelarse contra él es absolutamente remota. Gran parte de la supuesta psicología femenina, del modo de ser de la mujer, no es algo que le venga de naturaleza, sino el resultado de tener que vivir bajo ese poder. Pues “no hay medio de conspirar contra él, no hay fuerza para vencerle, y hasta militan en el ánimo del súbdito muy poderosas razones para buscar el favor de su dueño y evitar su enojo”. Por eso, por desgracia, la esclavitud femenina durará “más que todas las restantes formas injustas de autoridad”, y la extrañeza inicial se troca en lo contrario: “todavía me asombro de que a favor de la mujer se hayan alzado protestas tan fuertes y numerosas”.

Si una mujer intentara rebelarse, en primer lugar destrozaría su vida hogareña. Pero es que además carece (en el momento en que escribe Mill y hasta fechas recientes) de derechos civiles, y no hay ninguna instancia en la sociedad que la proteja con efectividad: “la mujer es la única persona (aparte de los hijos), que, después de probado ante los jueces que ha sido víctima de una injusticia, se queda entregada al injusto, al reo. Por eso las mujeres apenas se atreven, ni aun después de malos tratamientos muy largos y odiosos, a reclamar la acción de las leyes que intentan protegerlas; y si en el colmo de la indignación o cediendo a algún consejo recurren a ellas, no tardan en hacer cuanto es posible por ocultar sus miserias, por interceder en favor de su tirano y evitarle el castigo que merece”. Estas palabras, 140 años después,

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