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Estado, Revolución Y Cultura Popular En Los años Treinta


Enviado por   •  7 de Enero de 2015  •  1.579 Palabras (7 Páginas)  •  416 Visitas

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Durante casi una generación entre 1920 y 1940, el estado-y su acérrimo enemigo, la iglesia católica-pugnaron para establecer su hegemonía sobre las bases populares y, al mismo tiempo, para reformar el pueblo y la cultura popular.

Como subrayan algunos historiadores actuales, la reforma agraria de los años veintes y treintas buscaban no solamente la justicia social, sino también (y quizás aún más) una forma de clientelismo que aferrara al campesino al Estado. Más claramente, el proyecto educacional intentaba fomentar el nacionalismo, la alfabetización, la ciudadanía, la sobriedad, la industria personal, la higiene, la productividad. En este sentido, la Revolución Mexicana funcionada de la misma manera que las otras “grandes” revoluciones: la francesa, la rusa, la china, la cubana. La educación la retórica, el arte, el periodismo y, pronto, la radio, se usarían.

De esta manera, podría decirse que el “desarrollismo” fue un proyecto clasista, sostenido por las élites y clases acomodadas (liberales, positivistas, católicos), que querían borrar las lacras sociales-el juego la prostitución, el alcoholismo, la ociosidad, el llamado Sal Lunes- para remodelar el pueblo según patrones nuevos, modernos y productivos (patrones a veces importados del extranjero: de Europa o de los Estados Unidos.

La ideología de la Revolución (o, mejor dicho, de varias corrientes revolucionarias) era mixta, muchas veces moderada, ligada al paso.

La movilización popular de Revolución armada dejó huellas profundas: nuevas instituciones y leyes, desde ya; pero también experiencias individuales y colectivas, una nueva movilidad tanto social como geográfica, y demandas populares que las élites, aun cuando no las cumplían, tenían que escuchar y amortiguar.

Obviamente, surgieron contradicciones intensas. Mientras que cantaban las alabanzas del pueblo, del indio, las élites revolucionarias trabajan para transformarlos a ambos. Salvador Alvarado, procónsul carrancista relámpago (blitzkrieg) contra las costumbres y el modo de ser de la península, atacando el peonaje, la prostitución, el juego, el alcohol y fomentando la educación, la higiene, el feminismo, y esa gran palanca de cambio social, los Boy Scouts.

En los años veinte prevaleció el anticlericalismo, en parte gracias a la influencia personal de calles y Morones; pero también porque el anticlericalismo servía como eje del “desarrollismo” revolucionario; porque, sin disminuir o aniquilar la influencia de la iglesia, no iba a poderse construir la nueva sociedad de ciudadanos alfabetizados, trabajadores, productivos y nacionalistas.

Sin la acción enérgica del gobierno, los indios Totonacas de Veracruz quedarían atrapados en “la indolencia y la apatía”. Los campesinos de Morelos, la gente de Zapata, no eran mucho mejor. “el campesino de Morelos sigue teniendo alma de peón esclavo: en religión, pagano-cristiano, es fanático y estulto, obedece ciegamente la consigna del clero… en civismo es enemigo sistemático de todos los gobiernos y todas las organizaciones sociales, desconfiado de toda influencia que no es de su medio.

Estos vicios fueron relacionados con la nefasta influencia de la iglesia (justificando así el anticlericalismo revolucionario). La iglesia fomentaba la superstición, la holganza, la ebriedad.

Al mismo tiempo, como dije anteriormente, los revolucionarios forjaron una ideología (mejor dicho, una cultura política) que mezclaba los héroes y mitos del pasado liberal con los del presente revolucionario.

Otra vez el Tabasco de Garrido Canabal-el llamado “laboratorio de la revolución” –tomó la cabeza, con sus fiestas de la naranja, del maíz, del cacao, del coco; y también, con sus procesiones y obras teatrales anticlericales. De manera más práctica, las iglesias secuestradas se volvieron escuelas, museos, bibliotecas, y teatros; un radical veracruzano propuso que la Basílica de Guadalupe fuera convertida en Museo de la Revolución.

Pero la iconoclasia revolucionaria no era una especie de vandalismo y luego expuesta al público, para comprobar que era puro algodón y cera, no “carne y sangre, milagrosamente preservadas”. Esta pedagogía jacobina fue más lejos. En algunos estados se organizaron sábados o lunes rojos, días de oraciones, música y estudio revolucionarios; los maestros de escuela tenían que organizar “horas de lectura revolucionaria”; en Tabasco, Garrido Canabal difundía por la radio una hora anticlerical y otra hora antialcohólica.

De hecho, en su primera manifestación antirreligiosa, los anticlericales michoacanos marcharon de su Centro Cultural a la catedral de Morelia, donde organizaron un partido de basquetbol en el mismo atrio. (Tuvieron que terminar el partido por haber caído con el fuerte viento una de las canastas”: podemos imaginarnos lo que los fieles de Morelia pensaron de eso.)

Como demuestra este ejemplo, el deporte era visto como algo importante en la lucha contra la iglesia y otras lacras sociales. Hasta ahora, dijeron los revolucionarios (y no sin razón), la iglesia había monopolizado la recreación popular; el deporte ofrecía una manera de contrarrestar la influencia clerical, y al mismo tiempo, procurar alejar sobre todo el elemento joven de los centros de vicio”. Otra vez, había precedentes porfirianos.

“No es un desfile atlético”, fulminó un folleto católico, “sino una forma

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