Historia De Un Inmigrante
Enviado por montserratmoran • 22 de Mayo de 2014 • 1.827 Palabras (8 Páginas) • 389 Visitas
HISTORIA DE UN MIGRANTE
Emigré a Estados Unidos el 13 de febrero del año 2000. Durante casi todo el año anterior los problemas económicos fueron empeorando, para mi familia y para mí. Yo era, junto con mi hermana Magdalena, el sostén económico de nuestro hogar.
Soy la sexta de una familia de ocho hermanos. Vivimos toda nuestra vida en la Ciudad de México, aunque la mayoría de nosotros nacimos en Acapulco, Guerrero. Sin embargo, crecí en el Distrito Federal, me considero chilanga, familiarizada con los usos y costumbres de supervivencia en la ciudad de México.
Pertenezco a una familia de comerciantes de clase baja, para quienes la familia lo era todo. Se nos educó que el amor y la familia estaban primero que los bienes materiales.
Una prueba palpable del pensamiento y filosofía de mi familia, fue que mi padre emigró a Estados Unidos durante su juventud —en los años cuarenta— y trabajó allí en la pizca de cítricos, jitomate y otras legumbres en California. Sin embargo, después de cumplir su contrato, regreso a Tacátzcuaro, Michoacán, su tierra natal. De allí emigró casi inmediatamente a la ciudad de México para casarse y formar familia. Contrariamente a sus hermanos y paisanos, que echaron raíces el en país del norte, lo atrajo más lograr la estabilidad familiar que los bienes materiales que Estados Unidos le podía ofrecer.
Nosotros nunca pensamos en emigrar sino echar raíces en México. Mi padre nos narraba los sufrimientos a los que los emigrantes eran sujetos durante su travesía y estancia en Estados Unidos. Deseaba evitarnos el dolor que él mismo sintió al llegar a una tierra donde no se hablaba el castellano y donde se vivía frío, hambre y discriminación. Reconocía las ventajas económicas de ser trabajador inmigrante en Estados Unidos, pero estaba también sensibilizado del “precio de sangre” que se debía ofrendar a cambio.
Por todo eso, ni yo ni ninguno de mis hermanos emigramos de nuestro país.
Yo ya había visitado Chicago en plan de negocios. Los familiares allá me recomendaban que me quedase, que aprendiera ingles, que aprovechase la facilidad que tenía –y que muchos añorarían tener– de tener una visa de turista. Pero no era buena idea quedarme a vivir en Estados Unidos.
Mi proyecto de vida cambió drásticamente por la huelga en la UNAM y sus resultados adversos para nosotras. Se acabaron las ventas. Nos orillaron las presiones de proveedores esperando por su pago.
Sobrevino un proceso de caída lento, casi inasible, casi sin darme cuenta. La posibilidad de la emigración y el abandono, primero remota e inaceptable, luego considerada como una más de las opciones y finalmente comprendida como la última vía, la solución final, emergió entonces como protagonista.
El plan que se fue dibujando era módico, nada radical, cuidadoso. La ida era temporal y el regreso seguro. Era emigrar a Estados Unidos solamente para trabajar y enviar dinero fresco a nuestro incipiente negocio para poder esperar mejores tiempos.
La decisión final se tomó quince días antes de mi viaje.
El costo del pasaje lo cubrimos con un préstamo. Sólo compramos pasaje de ida. Mi hermana y yo estábamos sin un quinto, habíamos intentado pagar lo más que nos fue posible de las deudas acumuladas durante el tiempo que duró la huelga de la UNAM. Pero el dinero prestado, única opción para empresa tan pequeñita y pagando un 10% mensual de interés, duplicó al cabo de un año nuestra deuda.
Vendimos lo que pudimos y pagamos con lo que nos quedó: computadoras, mobiliario y hasta nuestros teléfonos celulares los dimos en pago. Los proveedores que nos aceptaron esperar, era por los que yo emigré, para salvar nuestro buen nombre.
En el Aeropuerto Internacional O´Hare una de las pocas frases que tenía aprendidas y practicadas para cuando cruzara la aduana era “I don´t speak English very well”, me había funcionado en mis viajes de trabajo, así que la dije frente al personal del aeropuerto que me vió con simpatía y me selló el pasaporte sin problema alguno.
Pero no era cierto. English, no sólo que no lo hablaba muy bien: casi no hablaba. Casi nada. Igual, como todos, crucé.
Llegué en temporada de frío, mediados de febrero, días de nieve. No la conocía, porque en el Distrito Federal no nieva. Lo más parecido a eso que había visto era el granizo que en ocasiones cae y que para los niños capitalinos, significa fiesta de hielo.
Vino por mí Lupe, la esposa de mi primo. Había nevado todo el día, dijo, y al llegar a su casa, la nieve había cubierto la entrada al estacionamiento y la puerta de la cochera no se podía abrir. Para quitar la nieve me puse mi par de tenis y comenzamos las dos; al terminar, yo estaba exhausta y afiebrada. La alta temperatura duró toda la noche. Me cayó encima el peso del clima. Eso y un calido abrazo de Lupe fueron la bienvenida.
La poca ropa que llevaba no serviría para el frío. Estaba constantemente nublado; al sol lo vi por primera vez en la segunda semana de abril, poco antes de mi partida a California. Mis familiares tenían miedo de que me atrapara la “migra” y no me dejaron salir sola por mucho tiempo. Pero luego acompañe a mi prima a hacer las compras de comestibles y me familiaricé con las calles y el vecindario.
Al final de la primera semana me declaré lista para explorar las calles con la firme intención de encontrar trabajo. No podía perder un día más. Había llegado con setenta dólares y se estaban agotando. Y mi familia en México esperaba ya el dinero
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