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Historia oficial: Pedro Tomás de Córdova, Miguel de la Torre y el separatismo


Enviado por   •  10 de Octubre de 2013  •  3.729 Palabras (15 Páginas)  •  529 Visitas

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Historia oficial: Pedro Tomás de Córdova, Miguel de la Torre y el separatismo (1822)

Fragmento del Capítulo primero de la obra de Pedro Tomas de Córdova. Memorias geograficas, históricas, económicas y estadísticas de la Isla de Puerto-Rico. Tomo IV, 1832. Tomado de la versión facsímil San Juan: Coquí, 1968. La ortografía ha sido parcialmente revisada.

(…)

Si los acontecimientos últimos de Venezuela, como quedan bosquejados dan una idea exacta de nuestros apuros en aquel punto, de los esfuerzos que había hecho su General para mejorar la situación desesperada del ejército, y de cuanto debían influir aquellas desgracias en los países vecinos, nada lo probara tanto como el estado de esta Is¬la al pisar su suelo el nuevo Capitán general.

En los gobiernos de los Sres. Meléndez, Vasco, Arostegui y Navarro, y en el político del Sr. Linares, se ha demostrado suficientemente la precaria situación de Puerto-rico en el ramo de las rentas, los disgustos que presentaba semejante causa, lo que se había viciado la opinión desde el año de 1820 y lo que esta había adelantado desde las últimas desgracias de Costa-firme. Lo que jamas se había visto en el país, sucedió en dichas épocas, particularmente en el tiempo de los tres últimos jefes. Reunión de salteadores en cuadrilla, proyectos de revoluciones interiores de las esclavitudes, invasiones del exterior, y continuas depredaciones de los corsarios habían tenido en continua alarma a las autoridades y a los vecinos. No faltaban genios a propósito que daban ensanche a sus miras con todos estos ensayos y que ganaban prosélitos en favor de la desorganización. En los periódicos se asomaron también ideas las más escandalosas, y en las conversaciones públicas se manifestaban con descaro e impudencia las doctrinas más peligrosas. Las desgracias de nuestras armas en Venezuela se contaban por algunos con placer y con satisfacción, y aun antes de que las supiese la autoridad corrían por el público exageradas las noticias. La crítica contra la administración de hacienda era el platillo de todas las reuniones y de todas las casas, y cuanto desmoralizase al Gobierno, otro tanto se decía y circulaba sin rebozo. Había faltado la prudencia, se había descubierto cada cual la máscara y todos se veían y trataban con desconfianza y temor. Un estado tan expuesto vino a recibir mayor impulso con la independencia de la parte española de la isla de Sto. Domingo.

Parece que la política no estaba en favor de un cambio como el que presentó D. José Núñez de Cáceres en aquella Isla. Situada entre las fieles de Puerto-rico y Cuba, únicas de quienes podía sacar ventaja en sus relaciones, con una población escasísima, sin rentas y naciente, como efecto de las muchas vicisitudes que había experimentado, y con un enemigo tan peligroso como inmediato en su mismo territorio, eran la mayor garantía de su seguridad. No se veían otras aspiraciones en ese pueblo, o no debía tener otras, que las de nutrirse y conservar los mismos sentimientos que mantenían los de las islas vecinas, pues cualquier otro que abrigara debía serle destructor con solo pensarlo. Fue pues asombroso el cambio que hizo, por lo mismo que no era de preverse, y fue tan fugaz su existencia, como era próximo el enemigo que tenía que temer. Si no hubiese habido este en la misma Isla, la parte española habría sucumbido con otras ventajas a los esfuerzos que hubieran hecho Cuba y Puerto-rico para sacarla de las garras de Núñez, y esta sola consideración debió no haber olvidado ese ambicioso para no haber puesto en planta su inicuo y loco proyecto. No se contentó con verificarlo, sino que en su frenesí revolucionario procuró introducir la tea de la discordia en las vecinas islas y escribió para ello a sus autoridades. Ya se ha visto lo que contestó el Sr. Arostegui al desacordado Núñez, y por cuantos medios trató este benemérito Jefe de atajar aquel pernicioso ejemplo y desacreditar la conducta de su causante. Mas por lo mismo que fue inopinado el cambio de la parte española de Sto. Domingo, habida atención a su nulidad política, al inminente peligro que corría y a la ninguna utilidad que podía sacar de él, fue un despertador para los jefes de las otras islas, donde extraordinariamente eran superiores la población, la riqueza y los recursos comparados con los de aquella, pero que habrían sido nulos en igualdad de casos, y la ruina inevitable de cualquiera de ellas que hubiese seguido aquella desleal e inoportuna marcha. Debían pues esos jefes al ver lo sucedido en Sto. Domingo temer con fundamento la existencia de un foco oculto de revolución que dirigido por los disidentes de Costa-firme, trabajaba en desquiciar la tranquilidad de todos los pueblos que se mantenían fieles. Debían vivir alerta contra este enemigo oculto cuya existencia era más que probable, y no olvidar nada en favor de la tranquilidad y seguridad del territorio. Que tales temores eran fundados y que la prudencia aconsejaba desconfiar y vigilar, vendrá a probarse en el gobierno del Sr. Latorre de una manera incontestable; entonces se verán los efectos que habían causado en el país los sucesos de Costa-firme y de Santo Domingo, y que la desconfianza del gobierno era más que fundada porque fueron más que conatos contra la seguridad de la Isla los que se habían presentado para disturbarla, porque las amenazas pasaron a realidades, las críticas a licencias, las opiniones a personalidades, y la falta de medios para sostener las cargas públicas a miseria y desesperación.

Un estado tan lamentable en el país y de tanto influjo en los intereses de sus habitantes, no había sido contrariado por la autoridad de manera alguna, ya sea que no se creyese con bastante fuerza para variarlo, o ya porque temiese introducir una reforma que no creyera acomodada al desorden en que se hallaban los ánimos. Esta orfandad pudo haber causado males de la mayor trascendencia, pero triunfó de todo la sensatez de los puerto-riqueños, y entre la miseria y la des¬confianza, el temor y la ansiedad se pasó el tiempo y oportunamente llegó a la Isla el que estaba reservado para librarla de un trastorno, el genio profetizado por el Sr. Arostegui, que sacándola del estado comprometido en que yacía la pusiese en la senda de su prosperidad, y guiara sin detención alguna a la era feliz que disfruta desde el año de 1824, tercer periodo en que se ha dividido la historia moderna de la Isla. No faltaron a la entrada del Sr. Latorre en Mayagüez las ideas de que no se le debía admitir al mando por falta de comunicaciones directas sobre su nombramiento, pero como trajese consigo la Real orden que se lo cometía, no pasaron adelante unas especies hijas de aquel tiempo turbulento y propias de los que las concibieron en conformidad de sus particulares miras y privados intereses. Lo cierto es que propalándose en aquellos

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