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Enviado por   •  18 de Noviembre de 2012  •  8.496 Palabras (34 Páginas)  •  268 Visitas

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Hasta los años 60 aún era mayoritario en la antropología un triste paradigma sobre la vida de ciertas sociedades “sin estado” que llamaba “primitivas”. Se trataba de una visión altamente complaciente con la idea ilustrada del Progreso y el ethos capitalista. La aceptación de la famosa proclama hobbesiana al respecto de la vida “salvaje”- “brutal, sucia, desagradable, pobre y corta”- dibujaba a menudo un panorama de terror y necesidad al borde de la inanición que legitimaba los distintos avatares imperialistas. El mito romántico rosseauniano, paternalista, solía funcionar de una manera análoga desde el anverso. Por supuesto, ya desde los propios orígenes de la antropología algunos etnógrafos se habían desmarcado de este tipo de planteamientos. Tal fue el caso de Franz Boas y su militante antirracismo, o Marcel Mauss y su formulación anticapitalista de la defensa de la alteridad. No obstante, la década de los 1960 marcó un punto de inflexión, una verdadera revolución dentro de la antropología, una revolución que radicalizó y generalizó la crítica al etnocentrismo y allanó los ulteriores avatares “reflexivos” y comprometidos de la disciplina.

A partir de los distintos trabajos etnográficos sobre las sociedades cazadoras-recolectoras, especialmente tras el congreso antropológico “Man the Hunter” (Chicago, 1966), se intentó desmontar el triste panorama de la “naturaleza humana”, justo en el momento en que eclosionaban las teorías y las luchas contra el colonialismo y se iniciaba la crítica radical y sistemática de la propia noción renacentista e ilustrada de la universal naturaleza humana. Esta inflexión acontecía después de las primeras grandes catástrofes occidentales.

A lo largo del siglo XX, especialmente tras los traumáticos horrores producidos por Occidente -las dos guerras mundiales, el holocausto nazi, la amenaza nuclear-, no cesaron de proliferar durante décadas las críticas al progreso, así como al autocomplaciente occidentalismo implícito. Del optimista triunfalismo de la época victoriana se pasó con estos dramáticos acontecimientos a una fría tristeza, incluso al rechazo en el ámbito académico y no sólo académico de la idea progresista, denunciada ahora como mitología burguesa. Y así, por ejemplo, “cepillando la historia a contrapelo”, muy con el espíritu del tiempo, Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, transmutaría los términos definiendo el “progreso” como catástrofe. En su conocida tesis novena, a propósito del Angelus Novus de Klee, escribe:

“En él vemos a un ángel que parece estar alejándose de algo mientras lo mira con fijeza. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Ése es el aspecto que debe mostrar necesariamente el ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde se nos presenta una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe, que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y reparar lo destruido. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que se ha aferrado a sus alas, tan fuerte que ya no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que frente a él las ruinas se acumulan hasta el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso”.

1.

En muy distintas sociedades y épocas ha estado presente la idea del perfeccionamiento, del devenir temporal como una acumulación de mejoras en las infraestructuras o en los saberes. No obstante, la moderna idea de progreso que aquí nos interesa no empezó a forjarse hasta finales del siglo XVII, con el pensamiento de personas como Bernard de Fontenelle. Tal idea concebía una suerte de razón teleológica, en la cual la humanidad avanzaba a lo largo del tiempo hacia una mayor perfección, medida esta según los valores de una weltanschauung concreta que a partir del Renacimiento comenzaba a articularse: el occidentalismo. Lo cierto es que hasta tal fecha, lo más habitual había sido pensar las cosas al modo contrario; el conocido “siempre tiempos pasados fueron mejores”, ya se ubicase el tiempo idealizado en el Edén o en los clásicos. La revolución científica del siglo XVI, el hecho de haber superado en astronomía a los propios griegos, las innovaciones de Newton, Keplen o Galileo, ayudaron a que emergiera una nueva visión fervientemente optimista que pasaría a ser un principio axiomático, incluso axial, en la ideología de la Ilustración, de Kant a Condorcet. La ideología del Progreso rápidamente se hibridó con los flujos capitalísticos deviniendo una ideología única y total que en el siglo XIX se engarzaría con las teorías evolucionistas para dar una explicación igualmente total y universal de la historia.

La ideología del progreso hermanó tempranamente con los afanes de la industrialización e impulso a los industriales a emprender la colosal tarea del hierro, el carbón y el vapor. La idea ilustrada de progreso se pensaba ahora desde una óptica puritano-economicista donde la “emancipación” kantiana pasaba a un segundo término. Capitalismo, puritanismo y progresismo formaron una poderosa máquina cultural y social destinada a regurgitar la sustancia para ordenarla en una weltanschauung muy concreta, nada universal, un problema regional que no obstante se convertía en diseño global de la geopolítica del conocimiento occidental. El puritano espíritu asalariado del primer capitalismo suponía una continua relegación del goce en virtud de una recompensa que nunca llegaba. La promesa capitalista se reforzaba con esta ideología del progreso; una suerte de exaltado mesianismo vuelto hacia el más allá (terrenal) que volvía a justificar el sacrificio del presente en aras del futuro. El puritanismo protestante (en última instancia también el catolicismo) justificaban la rendición a la Ética del Trabajo y la transmutación de los campesinos y artesanos en, como diría poéticamente Marx, “apéndices de la maquinaria” industrial, en virtud a un juego chantajista del tipo castigo/recompensa. El progreso como idea, creencia y trascendencia dotaba al capital de una nueva mitología secular que abarcaba la empresa humana en la grandiosidad de los siglos, desde el lado secular pero en conjunción con el cristiano, ambos unificados y transversalizados por y en el capital, en una amalgama de moral cristiano-laborista y razón instrumental productivista.

Las primeras grandes subversiones en la sociedad industrial, los ludditas en las urbes y los swings en el campo, eran contrarios a las obligaciones que imponía esta mitología. Relativamente ajenos y sin lugar a dudas contrarios al funcionamiento de tal maquinaria abstracta pensaban en términos de

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