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LAS COÉFORAS


Enviado por   •  23 de Octubre de 2011  •  8.358 Palabras (34 Páginas)  •  1.041 Visitas

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PERSONAJES:

Orestes

Pilades

Coro de esclavas

Electra

La nodriza de Orestes

Clitemnestra

Egisto

Un esclavo

El fondo de la escena representa el palacio de los Atridas, con tres puertas. Una de las laterales conduce al gineceo. En el proscenio se levanta la tumba de Agamenón. Por la izquierda entran Orestes y Pílades.

ORESTES. Hermes infernal, que defiendes los poderes paternos, sé para mí, te lo pido, un salvador y un aliado. Pues llego a esta tierra y regreso...

Sobre lo alto de esta tumba invoco a mi padre: óyeme, escúchame...

He ofrecido un rizo de mis cabellos a Ínaco que me alimentó; y otro en señal de duelo...

Pues no lloré, padre, tu muerte estando presente, ni extendí la mano cuando sacaban tu cadáver...

¿Qué cosa veo? ¿Qué cortejo de mujeres con negros velos es ese que avanza? ¿A qué desgracia asignarlo? ¿Acaso un nuevo sufrimiento se cierne sobre el palacio? ¿O acierto suponiendo que llevan a mi padre las libaciones que apaciguan a los muertos? No puede ser otra cosa, porque con ellas va, creo, Electra, mi hermana, que se distingue por su llanto amargo. ;Oh Zeus! Concédeme vengar la muerte de mi padre y sé de grado mi aliado. Pílades, alejémonos para que vea claramente qué es esa procesión de mujeres.

CORO. Enviada de palacio he venido, trayendo libaciones, con agudos golpes de manos. Sangrientas incisiones muestra mi mejilla por el surco reciente que ha abierto la uña, pues mi corazón se alimenta continuamente de gemidos. Los crujientes jirones de mis vestidos de lino han resonado, por causa de mis dolores, en el velo que cubre mi pecho, y estoy abatida por tristes desgracias.

Clamoroso y espeluznante llega el Terror, como vidente de los sueños, en el corazón de la noche, respirando venganza y sacudiendo el sueño; desde el fondo de la casa he hecho resonar estridente un grito de espanto, cayendo pesadamente sobre las habitaciones de las mujeres. Los intérpretes de sueños, que tienen a los dioses por garantes, han proclamado que, bajo tierra, los muertos se quejan airadamente y se irritan contra sus asesinos.

Deseando que este homenaje -inútil homenaje- aleje de ella los males, oh madre Tierra, me envía la mujer maldita. Tengo miedo de preferir estas palabras, pues ¿qué rescate hay de la sangre vertida por el suelo? ¡Oh miserable hogar! ¡Oh palacio aniquilado! Sin sol, odiosas a los mortales, las tinieblas envuelven las mansiones por la muerte de sus señores.

La majestad de antaño, invencible, indestructible, inatacable, que penetraba los oídos y el corazón del pueblo, ya no existe. Todos temen. Triunfar: éste es entre los hombres un dios y más que un dios. Mas, el peso de la justicia alcanza rápida a unos en pleno día; para otros reserva penas tardías en la hora del crepúsculo; y a otros los coge una noche sin fin.

Así como la sangre bebida por la madre Tierra no desaparece, sino que se coagula en grumos que esperan venganza, así una cruel Ate soporta al culpable hasta cubrirlo con una abundancia de males.

No hay remedio para el que ha hollado la habitación de una virgen, y así, aunque todos los ríos confluyeran en uno para purificar la sangre de la mano impura, lavarían en vano.

En cuanto a mí -ya que los dioses me han obligado a compartir la desgracia que envuelve a mi patria, y que de la casa paterna me han traído aquí para un destino servil- debo, a pesar mío, obedecer las órdenes justas o injustas de mis dueños y dominar el odio que roe mi corazón. Debajo de mis velos lloro el miserable destino de mi señor, helado mi corazón por secretos dolores.

ELECTRA. Siervas, bien probadas en el servicio de la casa, puesto que me estáis acompañando en esta procesión, sed también mis consejeras. ¿Qué diré, mientras derramo estas libaciones fúnebres? ¿Qué palabra le será grata? ¿Cómo rogaré a mi padre? ¿Diré que de parte de una mujer amada a un esposo querido traigo la ofrenda, sí, de mi madre? No tengo valor para ello, ni sé qué decir derramando esta ofrenda sobre la tumba de mi padre. ¿O pronunciaré las palabras, como es costumbre entre los hombres: «A los que te envían estas guirnaldas otórgales una feliz recompensa»... un presente digno de sus crímenes? ¿O en silencio, con desprecio, tal como pereció mi padre, verteré estas libaciones que beberá la tierra, y regresaré lanzando la urna, como se hace en las lustraciones, sin volver los ojos? Asistidme, amigas, en esta decisión, puesto que alimentamos un odio común. No me ocultéis el fondo de vuestro corazón por miedo de alguien; porque lo que está decretado aguarda tanto al libre como al sometido a una mano extranjera. Hablad, pues, si tenéis algo mejor que decir.

CORIFEO. Como un altar adoro la tumba de tu padre. Te diré, puesto que me lo ordenas, las palabras que salen de mi corazón.

ELECTRA. Habla, tal como adoras la tumba de mi padre.

CORIFEO. Mientras haces libaciones pide bendiciones para los leales.

ELECTRA. Pero ¿a cuál de los suyos puedo saludar con este nombre?

CORIFEO. Ante todo, a ti misma, y luego, a todo el que odia a Egisto.

ELECTRA. ¿Para mí y para ti haré, entonces, esta súplica?

CORIFEO. Por ti misma puedes ya juzgar y decidir.

ELECTRA. ¿A qué otro puedo asociar a nuestra causa?

CORIFEO. Acuérdate de Orestes, aunque esté lejos de la casa.

ELECTRA. Excelente idea; no podrías aconsejarme mejor.

CORIFEO. Ahora acuérdate de los culpables de la muerte.

ELECTRA. ¿Qué pediré? Enseña a una inexperta, explícame.

CORIFEO. Que venga contra ellos algún dios o mortal.

ELECTRA. ¿Hablas de un juez o de un vengador?

CORIFEO. Di sencillamente: alguien que mate a su vez.

ELECTRA. ¿Es piadoso pedir esto de los dioses?

CORIFEO. ¿Cómo no lo es devolver mal por mal a los enemigos?

ELECTRA. Heraldo supremo de los vivos y de los muertos, escucha, Hermes infernal, lleva por mí este mensaje y que mis plegarias escuchen los dioses de bajo tierra, vigilantes de la sangre paterna, y la misma Tierra que engendra a todos los seres y habiéndoles nutrido vuelve a recibir su germen. Y yo al derramar esta agua lustral a los muertos, digo, invocando a mi padre: «Ten piedad de mí y de tu Orestes. ¡Que seamos dueños de la casa! Ahora somos unos errantes, vendidos por la que nos ha alumbrado, y que en tu lugar ha tomado por esposo a Egisto, cómplice de tu muerte. Yo soy como una esclava, Orestes está privado de sus bienes, mientras ellos se gozan, insolentemente, con el fruto de tus trabajos. ¡Que venga Orestes con fausto suceso, te lo suplico, escúchame, padre! Y a mí concédeme ser más casta que mi madre y que mis manos sean más piadosas. Para nosotros estos

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