La Historia Me Absolverá Y El Pensamiento De La Revolución Cubana
Enviado por adriannini • 3 de Octubre de 2012 • 3.555 Palabras (15 Páginas) • 691 Visitas
“Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos.” [1] Con estas conmovedoras palabras Fidel inició, de hecho, el cuerpo esencial de su alegato de autodefensa conocido como La Historia me absolverá.
En estas breves reflexiones sobre ese documento trascendental de nuestra Historia quisiera abordar varias cuestiones que considero esenciales y que responden a los objetivos del evento que nos reúne. De un lado, el que considero significativo y necesario examen de los más esenciales propósitos de aquella extraordinaria pieza de oratoria forense que, increíblemente, era pronunciada desde una pequeña sala del Hospital municipal de Santiago de Cuba, donde se celebraba la vista del juicio oral, con el evidente propósito de que la misma quedara silenciada, tanto en aquel mismo momento, cuanto de modo especial para la posteridad.
Asimismo quisiera adelantar algunas reflexiones sobre el inestimable valor jurídico y político de ese alegato y su significación en aquellos momentos y en la historia posterior de nuestras ideas políticas y jurídicas y nuestras luchas revolucionarias.
Como recordaba el mismo acusado, los magistrados de la Audiencia habían calificado aquel juicio como el más trascendental de la historia republicana, no obstante lo cual permitieron que se celebrara en un oscuro rincón, casi en un antro en el que se pretendió acallar la voz de los valientes y ocultar a la opinión pública las verdades que allí habrían de resplandecer.
Santiago de Cuba disponía de amplios e idóneos locales para administrar justicia con decoro, solemnidad y todo género de garantías formales y materiales, pero la tiranía batistiana quería impedir que se conocieran los detalles, no solo del combate librado en el Cuartel Moncada el 26 de Julio de ese año, sino de la cadena de crímenes horrendos que se cometieron sobre los prisioneros y los heridos; querían ocultar los móviles profundos que habían llevado a aquellos jóvenes a enfrentar, con armas precarias, al segundo bastión militar de la dictadura.
Desde el día de su captura se habían cernido sobre los que iban a ser juzgados, y especialmente sobre el Cro. Fidel, todo género de violaciones de los derechos y garantías que establecían las leyes y la Constitución, pero ninguna de esas acciones había podido debilitar ni en un ápice la fortaleza de espíritu, la decisión de lucha y el decoro de aquellos hombres.
Yo quisiera decir que no conservo una imagen mayor de la gallardía de Fidel que aquella que plasmó una foto de la época, en que se le ve esposado, derrotado militarmente, pero con la mirada llena de firmeza, y la valentía que no pudieron jamás doblegar sus carceleros. Para completar esa imagen, por casualidad o no, váyase a saber, esa foto del preso invencible tenía como fondo un retrato del Héroe Nacional, José Martí, como si su sombra alentara el gesto y la voluntad indoblegable del que consideraban derrotado prisionero. Así es fácil imaginarlo en aquel pequeño salón, al hacer su autodefensa.
Cuando aquel 16 de octubre quisieron silenciarlo —al menos para el testimonio de la posteridad, porque tenían que hacer siquiera un simulacro de juicio—, se enfrentaron a la más viril y estremecedora acusación, no solo contra aquel régimen político, sino contra todo el sistema social de explotación e injusticia.
Hazaña semejante solo podría encontrarse en el alegato de defensa que hizo ante sus jueces el heroico dirigente comunista búlgaro Jorge Dimitrov, cuando al ser procesado en Leipzig acusado por el incendio del Reichstag, convirtió su defensa en una extraordinaria acusación al régimen fascista.
En el caso de la autodefensa pronunciada aquel día por Fidel, creo que hay una primera cuestión que no siempre se ha apreciado en toda su hondura. Se trata, a mi modesto entender de lo que envuelve la pregunta siguiente: ¿Para quién hablaba aquel hombre escarnecido, incomunicado, que no podía esperar más que, como el mismo reconociera, el silencio en torno a su obra y la cárcel dura como no lo había sido para nadie, preñada de amenazas y de ruin y cobarde ensañamiento? En aquella pequeñísima salita del Hospital Municipal, contra lo que disponía la Ley Procesal, no se había dejado entrar al público. Como el mismo Fidel significó entonces, “solo habían dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra.” Había allí, por único público, apiñados en la salita y en los pasillos, casi cien militares de la tiranía. A ellos se dirigió Fidel y sin ironía ni burla les agradeció la amable atención que le estaban prestando, y agregó que “Ojalá tuviera delante de mí a todo el Ejército.”
No es inútil ni baladí respondernos esa pregunta: entonces, ¿para quién hablaba aquel acusado? ¿Solo para los jueces, a los cuales sabía de antemano comprometidos con una sentencia sancionadora?
Creo, queridos compañeros, que aquel hombre hablaba para la Historia, para un pueblo que no había podido entrar en aquel rinconcito prohibido pero que miraba hacia aquel lugar, hacia aquella hazaña y hacia aquellos jóvenes como la última esperanza del decoro y el honor; hablaba para una posteridad que tendría que abrirse paso fatigosamente, en medio de un tortuoso camino, pero que indefectiblemente se abriría paso. Hablaba en fin, lo repito, para el juicio inequívoco de la Historia que llegaría —tenía fe absoluta en ello— a descubrir la verdad de aquellos amargos días, y se sometía a ese juicio inevitable: "Condenadme —terminaba diciendo— no importa, la Historia me absolverá".
Antes había dicho con toda su pasión: “Sé que me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes.”
Por eso pienso que la primera grandeza de aquel extraordinario alegato hay que encontrarla en la fe irreductible en el pueblo; en la fe inagotable en las potencialidades de los hombres decorosos; en la convicción sobre la certeza de aquella afirmación martiana de que en el mundo tiene que haber una cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz, y que cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
La primera grandeza de aquel alegato está, además, en la convicción de que era aquella la comprometida conducta consecuente
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