La Mujer En La Epoca De Jesus
Enviado por jccorrea13 • 8 de Abril de 2013 • 1.785 Palabras (8 Páginas) • 733 Visitas
El papel de la mujer en el mundo oriental de aquella época y en particular en Israel era mucho más asfixiante de lo que hoy se puede pensar. El desprecio de los hombres de aquellos días por sus mujeres era algo que hoy resulta difícil de comprender.
Por ejemplo, cuando la mujer judía salía de su casa, no importaba para qué, tenía que llevar siempre la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente, con cintas colgantes hasta la barbilla, y una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. La mujer que de este modo salía de su casa sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las “buenas costumbres” que su marido tenía el derecho y, según los doctores de la ley, hasta el deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio. Y sobre esto hay que decir que había mujeres tan estrictas también, que tampoco se descubrían en su propia casa. Sólo el día de la boda, y si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al descubierto.
Ni que decir tiene que las israelitas, sobre todo las de las ciudades, debían de pasar inadvertidas en público. Las reglas “judaicas” que se seguían entonces mantenían que era preferible no hablar con las mujeres en público para el bien del alma. Estas reglas de “buena educación” prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea, y mirar a una casada, o saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo el mundo en la calle o que hilaba a la puerta de su casa podía ser repudiada, sin recibir el pago estipulado en el contrato matrimonial.
Pero en verdad no hay que generalizar. También había excepciones. Estas reglas eran tenidas muy en cuenta sólo entre los grupos más puritanos, especialmente los fariseos. La verdad es que dos veces al año, el 15 de ab y el día de la expiación, había danzas en las viñas de los campos, y las muchachas se hacían valer ante los jóvenes. Sobre todo estas prescripciones afectaban a las familias acomodadas, donde la mujer sí que podía llevar una vida retirada, pero no en las familias populares, donde razones económicas lo impedían: la mujer tiene que ayudar a su marido muchas veces en el trabajo. Además, en el campo reinaban relaciones más libres y sanas que en las grandes ciudades, donde las maneras y las costumbres eran algo a lo que se daba más importancia. En los pueblos la mujer va a la fuente a por agua, se une al trabajo de los hombres en el campo, vende productos de la cosecha, sirve en la mesa, etc. Tampoco se llevaba tan rigurosamente la costumbre de taparse la cabeza en el campo.
La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros puestos, e incluso el paso por las puertas, a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto del padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas.
La patria potestad era muy grande respecto a las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres edades: la menor (qatannah, hasta la edad de doce años y un día), la joven (na’arah, entre los doce y los doce años y medio), y la mayor (bôgeret, después de los doce años y medio). Hasta esta última edad, el cabeza de la familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven estuviese ya prometida o separada. Según este código social las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en la calle. Todo era del padre.
La hija, hasta los doce años y medio, no podía rechazar un matrimonio impuesto por el padre. El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse muy temprano. Al año de ser mayor, la hija celebraba la boda, pasando entonces de la potestad del padre a la del marido. Y realmente, no se sabía qué podía ser peor. Después del contrato de compa-venta, pues eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a la recién llegada, a la que casi siempre se manifestaba una abierta hostilidad.
A decir verdad, la diferencia entre la esposa y la esclava o una concubina era que aquella disponía de un contrato matrimonial y las últimas no. A cambio de muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler el grano, coser, lavar, cocinar, amamantar a los niños, hacer la cama del marido y, en compensación
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