La lucha feminista: de la igualdad formal a la conquista de la propia identidad.
Enviado por Itziar Silvestre • 2 de Abril de 2018 • Ensayo • 2.852 Palabras (12 Páginas) • 231 Visitas
La lucha feminista: de la igualdad formal a la conquista de la propia identidad.
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La lucha feminista ha cambiado de forma y objetivos a lo largo de la historia, en función de las exigencias de la realidad social del momento y la fuerza que han ido adquiriendo las mujeres para reivindicar su situación. Así, la práctica feminista, limitada en un primer momento a la conciencia individual contra la misoginia, da el salto en el siglo XIX para convertirse en una cuestión política e iniciar un proceso feminista que todavía en la actualidad no ha llegado a su fin. El debate sobre las relaciones de género continúa y parece no encontrar una salida satisfactoria, que proclame abiertamente la deslegitimación de unas construcciones de género que mantienen sujetos tanto a los hombres como a las mujeres y que son el origen de la subordinación histórica de la mujer respecto al hombre. Es necesario, por tanto, preguntarse cuál ha sido hasta el momento el legado del proceso feminista, dentro del cual destacan el movimiento sufragista y el Movimiento Feminista de las décadas del 60 y el 70 del pasado siglo. ¿Han quedado resueltas todas la cuestiones vinculadas a la situación de la mujer o continúa en la actualidad teniendo vigencia la lucha feminista? Si bien las estadísticas muestran que se han producido grandes avances en los últimos años en cuanto a la igualdad de género, la sociedad está aún muy lejos de dejar de lado la dualidad social establecida entorno a las construcciones de género y proclamar la igualdad. El hecho de que la mujer haya dejado el hogar para ir a trabajar o a la universidad no implica necesariamente que se haya liberado de una identidad cultural que la reduce y haya vencido una situación que la oprime. Por ello, cabe analizar cuales han sido las conquistas del proceso feminista hasta el momento, para plantearse cual es el estado actual de la cuestión y en qué sentido sigue vigente este proceso.
Más allá de la tradicional polémica entre sexos, tan arraigada en la historia y sin objetivos sociales y políticos definidos, el feminismo como proceso hunde sus raíces en el siglo XVIII y surge de la mano de la democracia, vinculado a diversos hechos concretos de la época como la Ilustración, la Revolución Americana, la Revolución francesa y la revitalización del protestantismo[1]. El siglo de las luces, también tuvo sus efectos en las mujeres, quienes inspiradas por los modernos conceptos de igualdad y progreso ven ante ellas el camino hacia nuevas posibilidades de vida. Frente a su tradicional relegación al ámbito doméstico y a su marginación de las decisiones de la comunidad, las mujeres participaron en los grandes acontecimientos del siglo XIII que condujeron a la conquista del liberalismo y la igualdad civil. Sin embargo, esta participación no supuso un consenso entre las mujeres en la reivindicación de su situación común ni dio lugar a un movimiento organizado de forma autónoma, sino que su participación se produjo de forma subordinada a los intereses ya definidos por los hombres. Con ello, el entusiasmo inical se vio frustrado una vez finalizada la revolución y proclamado el liberalismo, un sistema que excluía a las mujeres del “contrato social” y de la ciudadanía. Ante su carencia de derechos civiles, primero el padre y luego el esposo se convierten en guardianes legales de la mujer, quien delega en ellos sus responsabilidades. La diferencia sexual se construye tras la conquista del liberalismo en diferencia política. A esto se suma el problema de la educación. Si bien no tenían acceso a la educación superior, el acceso a los niveles académicos inferiores actuaba como un mecanismo de control más que como una concesión, dado que se orientaban a entrenarla en el desempeño de su función de madre y ama de casa[2]
En estos problemas encuentra sus raíces el sufragismo, entendido como la primera expresión colectiva de autonomía y reivindicación feminista[3]. La situación requería vencer las limitaciones del liberalismo para modificar la situación legal de las mujeres y permitir su acceso a la educación superior, de modo que el derecho al sufragio se convirtió en la principal demanda de las sufragistas, a partir de la cual esperaban lograr las demás conquistas. Se puede decir que optaron por resolver los problemas más inmediatos y evidentes, obviando que tras aquella situación de desequilibrio se encontraban una educación y una moral que proclamaban la subordinación de la mujer respecto al hombre y definían el papel que correspondía a cada uno a nivel no solo social sino también personal. En consecuencia, una vez conseguidos los derechos legales de la mujer y reconocida en su condición de ciudadana, el problema se traslada al acceso de la mujer al sistema en relación a las oportunidades que le otorgaba su identidad de género y la orientación de su educación.
La carrera sufragista no fue fácil de alcanzar, sus reivindicaciones se extendieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y aún ocuparon buena parte del siglo XX, cuando los derechos y libertades políticas de las mujeres comenzaron a ser reconocidos. Así, durante los primeros treinta años del siglo pasado se sentaron las bases de la incorporación de las mujeres a los estudios superiores y a numerosas profesiones antes ocupadas por hombres, de tal forma que se hizo patente un trato menos discriminatorio tanto el ámbito jurídico como en el económico[4]. Además, la Primera Guerra Mundial fomentó la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral y, si bien no significaba más que otra manifestación de la subordinación femenina —mientras los hombres cubren la inmediatez de las trincheras, las mujeres pasan a sustituirles en las fábricas—, permitió a muchas mujeres dotarse de independencia económica. Sin embargo, ¿comportó la conquista de la igualdad formal la emancipación definitiva de la mujer?
Según Carol Pateman, al ser excluidas del contrato social original, cuando las mujeres logran acceder a la esfera pública no lo hacen de forma igualitaria al hombre en calidad de ciudadana, sino “en calidad de mujer”[5]. Es decir, arrastra su rol desde la esfera privada a la pública. La conquista de los derechos formales y el acceso a los espacios públicos, por tanto, supuso solo una parte del proceso feminista en su lucha por proclamar un modelo de ciudadanía más equitativo y no acabó de forma definitiva con las barreras estructurales y desiguales entre ambos sexos. Al considerar irrelevante la esfera privada en relación a la pública, el movimiento sufragista en cierto sentido ocultó la semilla de la dominación característica del sistema patriarcal: los roles ejercidos en lo privado, así como la socialización y los modelos familiares limitan el acceso de la mujer a lo público. En la esfera privada, por tanto, continuó reproduciéndose el sistema de género ya dado aún después de esta primera ola feminista y, sin bien las mujeres tuvieron acceso legal al mundo laboral y al político, el papel que continuaban desenvolviendo en la esfera doméstica, con el cuidado de los hijos y los miembros dependientes, limitó su acceso en la práctica[6].
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