Las Batallas Del Desierto
Enviado por aikawa • 13 de Marzo de 2013 • 10.358 Palabras (42 Páginas) • 378 Visitas
Las batallas en el desierto
José Emilio Pacheco
A la memoria de José Estrada,
Alberto Isaac y Juan Manuel Torres,
Y a Eduardo Mejía
The past is a foreign country. They do things
differently there.
L. P. Hartley: The Go-Between
I
EL MUNDO ANTIGUO
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había supermercados
pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero
Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las
calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de
Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de
futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol. Circulaban los primeros coches producidos
después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac,
Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a
matinés con una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta.
Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a
sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el
mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi
amor profundo no rompa por ti.
Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos
ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses
enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna,
la gente iba por las calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el
Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si bajo
el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.
La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos
idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre,
caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia
privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo
ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban
historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las
montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de
la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso
de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de
unos cuantos y la miseria de casi todos.
Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El
espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El símbolo sombrío de nuestro
tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había esperanza. Nuestros libros de texto
afirmaban: Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la
abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba -sin especificar cómo íbamos
a lograrlo- un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin
injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una
casa ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las
máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por
vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La
utopía al fin conquistada.
Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos
que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin Tan y luego
insensiblemente se mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan
móment pliis. Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas,
áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas
de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se
habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido el
tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay
que blanquear el gusto de los mexicanos.
II
LOS DESASTRES DE LA GUERRA
En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán a ver jamás.
Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa de establecerse Israel y había
guerra contra la Liga Árabe. Los niños que de verdad eran árabes y judíos sólo se
hablaban para insultarse y pelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía:
Ustedes nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No hereden el odio.
Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio,
la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el
mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin
crímenes y sin infamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nos
observaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con los años, cuántos
males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.
Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de una estrella
muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes y judíos eran "turcos". Los "turcos"
no me resultaban extraños como Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento
los dos idiomas; o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o
Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados, vivían en las
vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La calzada de La Piedad, todavía no
llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre
Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el
gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los ojos, te cortan las
manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo.
De día es un mendigo; de noche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de
sus víctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar en tranvía por el
puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes; abajo el río sucio de La Piedad
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