MAESTRO CIRUELA
Enviado por EDWYKER • 14 de Septiembre de 2014 • 19.541 Palabras (79 Páginas) • 530 Visitas
LIBRO- EL MAESTRO CIRUELA
PRINCIPIO DE
SEPTIEMBRE
El verano preparaba su equipaje dispuesto a emprender un largo viaje –o Corto, según se mire– por el tiempo para nacer de nuevo, en un ciclo sin fin, al cabo de nueve meses. ¡No iba a ser menos que cualquier bebé! La gente del barrio, por el contrario, deshacía su equipaje después de unas siempre breves vacaciones.
—Es que tendría que haber un mes de trabajo y once de vacaciones
—sentenciaba don Simeón en plan de filósofo.
Don Simeón era dueño de un hotel en la costa, y en época de vacaciones se ponía las botas. Vamos, que se forraba de dinero. Pero dejemos en paz a don Simeón, que nada se le ha perdido en esta
historia.
El colegio se preparaba también para el inicio del nuevo curso. La
señora Tomasa era la encargada de organizar el zafarrancho de
limpieza, de ventilar las aulas, de quitar el polvo y los chicles pegados
a los pupitres y de arrancar las veinte telarañas de todos los veranos.
—Esta vez han sido veinticuatro.
—Habrá que controlarlas el año próximo —contestó con guasa el
director, que era un maniático de los controles.
—Nada de eso, habrá que tomar
medidas —respondió con gesto malhumorado la señora Tomasa.
—Tampoco vamos a discutir por una telaraña más o menos.
—Claro que sí. En un colegio han de
dar ejemplo de disciplina hasta los arácnidos —insistió la encargada de la limpieza, que de Zoología sabía cantidad.
El director era joven, como el resto del profesorado de aquel centro. A
pesar de su juventud, ya se había ganado, sin mayores méritos ni
oposiciones, una hermosa barriga y una espectacular calva, que era todo un monumento al melón amarillo. Claro que la falta de pelo en el tejado la compensaba con una enmarañada, negra y larguísima barba. Vestía siempre, como si fuera su uniforme de trabajo, unos vaqueros descoloridos y una camisa de cuadros chillones. Los profesores se habían incorporado a sus puestos con el fin de disponer todo para el comienzo de las clases.
Habían llegado todos salvo uno, del que no se tenía la menor noticia.
Precisamente el único nuevo, que accedía al colegio de la capital tras muchos años ejerciendo por pueblos, según constaba en su expediente.
Don Onofre, el director, que se encontraba enfurecido porque consideraba una falta de responsabilidad y de disciplina el retraso injustificado del nuevo maestro, paseaba nervioso delante del profesorado como un capitán de barco frente a una tripulación
rebelde.
—Esto no se puede tolerar. El que sea un señor mayor no le autoriza a
incorporarse cuando le dé la gana. Vosotros sabéis que me gusta reuniros antes del comienzo del curso para planificar el desarrollo del mismo. Os hablaré a pesar de su ausencia. Pero cuando venga, me va a oír. Vaya si me oirá. En fin, ante todo, quiero comentaros que este año… bla, bla, bla.
Les metió tal rollo, que casi se les va la olla. Incluso uno de los profesores se quedó dormido en un rincón. Don
Onofre le preguntó:
—¿Te has enterado, Manolo?
—¡Cómo no me voy a enterar, si
Llevo cinco años oyéndote el mismo discurso
Llegó, al fin, el día de la inauguración del curso escolar y el nuevo profesor seguía sin aparecer.
Don Onofre se vistió el traje oscuro de las bodas, que solo se ponía
en las grandes solemnidades, y se adornó con una pajarita roja, que se ataba a la barba ya que en el cuello, debajo de tanto pelo, no había manera de verla, y se ocupó en dar la bienvenida a los alumnos y en saludar a los padres. Sonreía a todos, pero se le notaba cierta preocupación o que algo lo atormentaba. Y es que no conseguía olvidarse de la tardanza del nuevo profesor. «Se la va a cargar. Vaya si
se la carga», se repetía. Los padres, poco a poco, fueron abandonando el colegio. Don Onofre decía adiós con la mano a los más rezagados, cuando reparó en un tipo curioso y sorprendente que se acercaba con pasos de pingüino y con los pies muy abiertos, como si quisieran marchar hacia lados opuestos. Destacaban sus pantalones blancos, extremadamente cortos, que no le cubrían siquiera los tobillos y que dejaban al descubierto unos calcetines desparejados, cada uno de distinto color. No asombraban menos su chaqueta roja, su minúscula corbata, los zapatos rojos y puntiagudos, el bombín o el paraguas de colorines. Pero lo más chocante era la jaula con el loro que llevaba colgada del mango del paraguas, abierto a saber por qué. Era el tipo más estrafalario que imaginarse pueda.
El director, nada más fijarse en él, pensó: «Un vendedor de chucherías
o un farandulero. No ha empezado el curso y ya viene dispuesto a dar
la paliza». Y antes de que llegara, escapó hacia el interior como si lo
Persiguiera el malo de la película, pero el hombre estrambótico le
gritó:
— ¡Eh!, espere, no escurra el bulto.
Don Onofre se detuvo y se volvió un poco avergonzado de su descortesía. Observó el largo pelo del color de la zanahoria, la nariz aguileña y las mejillas violáceas del hombre, antes de preguntarle:
—¿Qué desea? Le advierto que tengo mucha prisa y que no queremos
Comprar nada ni tampoco interesa el teatro en este centro escolar.
Lo de que «no interesa el teatro en este centro escolar» lo dijo de carrerilla, como si lo hubiera aprendido de memoria cuando estudió Pedagogía o fuera una orden de la Consejería de Educación o del Ministerio.
—Quiero hablar con usted, que es el director de este colegio.
—¿Y cómo sabe que soy el director?
—Por la pajarita.
Don Onofre se rascó la cabeza. El recién llegado aclaró:
—Un hombre vestido con tanta extravagancia solo puede ser el director.
Don Onofre agitó ahora la cabeza como si quisiera sacudirse una alucinación.
—¿Y usted quién es?
—Teófanes Ciruela, el nuevo maestro.
—El nuevo —repitió el loro, por si acaso no le había entendido.
El director abrió la boca como un felino ante una presa tierna, pero el
Hombre le cortó:
—¿Quiere un chicle?
Y antes de que la cerrara, le había metido una pastilla gigantesca en la
Boca. Don Onofre, mientras pensaba cómo iniciar su regañina al extraño profesor por su retraso en incorporarse, se dedicó a masticar el chicle, que, poco a poco, fue ablandándose y haciéndose pegajoso. De tal modo, que cuando quiso hablar no le salían las palabras.
—Me he atrasado un poco
—Continuó el nuevo profesor—,
Pero supongo que no me habrán echado
...