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Texto de Tierra Somos


Enviado por   •  21 de Octubre de 2012  •  2.871 Palabras (12 Páginas)  •  450 Visitas

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Tierra somos

Apenas se supo la noticia, el consejo municipal convocó a una reunión urgente. La gente inició un barullo de ave y los niños se apresuraban a preguntar sobre la plaga de hacia cinco años. Nadie sabía bien a bien lo que había pasado, o los alcances reales que pudiera tener la muerte de un hijo pródigo investido en fama extranjera.

Días antes, los perros aullaron a la luna por más de tres horas, como anticipando un terremoto, y el ciego más viejo de la ciénaga se puso a esperar el tren. Las calles, además, comenzaron a expeler un hedor de batalla, un hedor de aceites y pescados podridos. La respiración de los edificios era agitada. Sobre las banquetas, mujeres y hombres andaban borrachos, con un perpetuo boquete de bala en el vientre. El circo tuvo que suspender la función al caer un rayo sobre la carpa y quedar deshechos cinco leones, dos elefantes y la mujer barbuda, tras cinco meses continuos de éxito. Los charlatanes hicieron de las suyas y al segundo día de extrañeza publicaron un libro con advenimientos numéricos.

El olor brindó pesadillas a los habitantes y sin saber porqué comenzaron a marcar el día veinte en sus calendarios. El mercado se alborotó con las señoras histéricas que se arrebataban pájaros y corderos como preparando una lúgubre celebración sin nombre. Los hombres no opusieron resistencia ante ese violento ataque a los ahorros familiares. Comenzaron los ayunos en los barrios más pobres y los ricos adquirieron cirios gigantescos, uno para cada rincón de las casas. Las finas alfombras exhalaban ansia al igual que los turbios suelos de barrizal.

Cuando el vigía llegó como animal perseguido a la alcaldía se dejó venir un suspiro de alivio y expectativa. Tal vez se sabría cuál era la razón de los sudores nocturnos y los corrales en llanto y si acaso concordaba con los augurios de las matronas.

"Es una caravana bien larga, como de cinco kilómetros, con coches sin techo, personas vestidas de negro y cuatro burros atados a las esquinas de un ataúd; vienen echando babas. Han de llegar en unas cinco horas. Ha de ser alguien importante porque al cadáver lo rodean una bola de barbudos con boinas y banderas. Otros vienen cargando lienzos de colores chillantes".

Retumbaron las campanas de la iglesia para alertar al poblado y la podredumbre se transformó lentamente en perfume de rosas. Las mujeres encendieron estufas y hogueras. Los hombres urgieron a los únicos dos sastres del pueblo a terminar sus encargos. El cura insistió en guardar la calma y esperar algún otro detalle, pero la población enardecida y autómata llenó el aire de fiesta.

Desde el fallecimiento del señor Obispo, hacía cinco años, no se veía una procesión fúnebre tan grande. Esa vez se hicieron preparativos exhaustivos al llegar la nueva del Vaticano. Las calles se llenaron de flores importadas y las fuentes del zócalo se encendieron tras décadas de sequía. Todo fue organizado por el alcalde, siendo el Obispo el único orgullo conocido del pueblo. Pero pocos lo lloraron y, aún más, se olvidó su muerte y la fastuosidad del funeral cuando, días más tarde, los gusanos comenzaron a salir de llaves y coladeras.

"Aquí ya no cabe nadie", le dijo el sepulturero a los caciques, pero sus consejos pasaron desapercibidos.

Para colocar la morada eterna del Obispo se tuvieron que remover tres docenas de tumbas y acomodar los cadáveres en cajas de madera para ser echados al mar. Se escogió a los muertos que nadie recordaba. Surgieron dos o tres familiares, pero el reclamo se acalló con diez monedas de oro sacro. La colina del cementerio sería el púlpito eterno de San Marcos, como lo llamaban desde ya los periódicos, y desde ahí vería a los que dejó huérfanos apenas finalizó el seminario.

El panteón era una olla de carne y huesos a punto de desbordarse. El mármol italiano, los querubines regordetes y las toneladas de arreglos florales que mandó colocar el alcalde añadieron un peso inesperado a la tierra. Las cajas carcomidas se despedazaron con la presión y las lápidas se recargaban unas contra otras rompiendo ramas y raíces. Adentro, las paredes se cuarteaban o se desplazaban en las afueras del cementerio.

Al salir la luna, las ánimas rondaban las habitaciones de sus familiares. Las actas de defunción aparecían súbitamente sobre los comedores. Los cuerpos insistían en su sobrepoblación con una ira telúrica. Se sintió un estremecimiento apocalíptico y los difuntos comenzaron a inundar la acera. Las coladeras expulsaban gusanos, y estos acechaban a niños y viejos. Fue una pestilencia de semanas que finalizó con arduos combates de cal y los dos mil rosarios que el cura rezó en secreto como penitencia de sus amores adolescentes.

"Ha de haber sido el desenfreno que nunca confesé, o la indiferencia de mi rebaño ante el fallecimiento del señor Obispo", se decía.

Se quemaron los esqueletos. Las cenizas fueron vertidas en el agua. Hasta nueve meses los estragos de la plaga se sentían, cuando alguien nació con una larva en las entrañas. Los arcos romanos y la bóveda de cristal ahumado quedaron abandonados, incluso los más dolidos la atacaban de noche pretendiendo borrar la cicatriz.

Ahora venía una procesión de antecedentes proféticos, una faz pálida sin nombre. El consejo municipal accedió a no realizar por el momento ninguna celebración oficial y se mandó al vigía para averiguar la naturaleza del luto. Mientras tanto, una sonrisa diáfana invadía los rostros populares y las repisas escupían polvo y herrumbre mientras recibían a los misteriosos invitados. Después de las fiebres lunáticas venía la certidumbre de cualquier aviso.

Desde sus jaulas, tigres, caballos y elefantes gritaban los más profanos sonidos. Eran como un rito de primavera en la tarde más fría de otoño. Los barrotes se agitaron con el gemido placentero de los animales y ni el hombre fuerte con sus gritos de dios logró detener la orgía. Un mono incauto logró escapar en el desconcierto y ahuyentó a los vendedores del parque.

Nadie despidió al vigía, pero todo el pueblo estaba ahí para recibirlo con las buenas o malas nuevas. Al llegar, el delgado corredor tomó un altavoz y proclamó que a un tal Mario se le venía a dar sepultura; que era un artista nacido ahí, en los primeros años de la carpa mágica cuando el día de San Francisco llovía peces y ranas. Como prueba trajo consigo una hoja que al ser desdoblada reflejó una batalla de estrellas y un hombre naciendo del sol y arremetiendo contra los asteroides.

"Me dijo un barbudo que es Mario al que vienen a enterrar. Este dibujo lo hizo a orillas del río cuando era chico, antes de partir. Me dijo que buscara a una tal Sonia, del circo, que ella ha de saber de quién se trata".

El

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