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ABENJACÁN EL BOJARÍ, MUERTO EN SU LABERINTO


Enviado por   •  2 de Noviembre de 2014  •  3.813 Palabras (16 Páginas)  •  336 Visitas

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ABENJACÁN EL BOJARÍ, MUERTO EN SU LABERINTO

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JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES

Alcorán, 29, 40

Ésta, dijo Dunraven, con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida amenos, es la tierra de mis mayores.

Unwin, su camarada, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios, era la primera tarde del verano 1914, hartos de un mundo sin la dignidad de peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall; Dunraen fomentaba una barba oscura y e sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y del que su tema no le había sido aún revelado, Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto, ambos, acaso será preciso que lo diga, eran jóvenes, distraídos y apasionados.

Hará un cuarto de siglo, dijo Dunraven, que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid; al cabo del tiempo, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.

Unwin preguntó por qué, dócilmente.

Por diversas razones, fue la respuesta, en primer lugar, esa casa es un laberinto, en segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león; en tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto, en cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió, en quinto lugar,

Unwin, cansado, lo detuvo.

No multipliques los misterios, le dijo; estos deben ser simples, recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.

O complejos, replicó Dunraven, recuerda el universo.

Al Repechar colinas arenosas, habían llegado al laberinto, éste, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre, Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura, Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda la línea recta es el arco de un círculo infinito, y, hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán, Dunravem dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que, al doblar siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red, Unwin asintió, los pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra, el corredor se bifurcó en otros más angostos, la casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo, debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla, Unwin iba adelante, entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro, Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.

Acaso el más antiguo de mis recuerdos, contó Dunraven, es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath, lo seguía un hombre negro con un león, sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura, entones yo era un infante, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán, me pareció muy alto, era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso, en casa dije, Ha venido un rey en un buque, después, cuando trabajaron los peones, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.

La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado, la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo, pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas de corredores, Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos, decía la gente, nuestro rector, el don Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito, el lunes, Abenjacán visitó la rectoría, las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar peones, tiempo después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las autoridades la substancia del diálogo.

Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras, Ya nadie pude censurar lo que yo hago, las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el último Nombre de Dios, ello no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos, las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello n agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia, en tierra alguna es desconocido mi nombre, soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro, durante mucho tiempo las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran, mis gentes fueron rotas y acuchilladas, yo alcancé a huir con el tesoro recaudado en mi tiempo de expoliación, Zaid me guió al sepulcro de un santo al pie de un cerro de piedra, le ordené a mi esclavo que vigilara la cada del desierto, Zaid y yo dormimos, rendidos, esa noche creí que me aprisionaba una red de serpientes, desperté con horror, a mi lado, en el alba, dormía Zaid, el roce de la red de un arácnido en mi carne me había hecho tener un onirismo de aquel onirismo, me dolió que Zaid, que era un cobarde, durmiera con tanto reposo, consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte, en mi cinto estaba la daga con empunhadura de plata, la desnudé y le atravesé la garganta, en su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender, lo miré, estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una roca, después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar, lo surcaban buques muy altos, pensé que un muerto no podría andar por el gua y decidí buscar, la primera noche que navegamos tuve un onirismo de que yo mataba a Zaid, todo se repitió, pero yo entendí sus palabras, decía, Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés, he jurado frustrar esa amenaza, me ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda.

Dicho tal, se fue, Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura, luego reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán, quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran como los dragones

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