Aventuras Y Desventuras De Casiperro Del Hambre
Enviado por natalia921982 • 30 de Mayo de 2015 • 2.703 Palabras (11 Páginas) • 192 Visitas
Capítulo I
Donde explico el comienzo de todo y reflexiono acerca de un gran sentimiento: el hambre.
Si mi madre hubiese tenido dos tetas mas, mis desdichas (y también mis dichas, en fin, mis aventuras) no habrían siquiera comenzado. Y digo dos, aunque una sola habría bastado, porque he notado que las tetas siempre vienen de a pares. De a dos, o de a cuatro, o de a seis... o de a diez, como en el caso de mi madre. Nosotros fuimos once hermanos para diez tetas, y ahí estuvo el problema. Y yo, para colmo, que nací con hambre. Un hambre que ni se imaginan, unas ganas de tragarme el mundo que ni les cuento. Muchas veces, cuando estoy tirado al sol rascándome la oreja, se me da por pensar en mi hambre, en por qué será que siempre ando con hambre. No se si será un defecto mío, que yo nací para siempre hambriento, o si será más bien que nunca tuve bastante comida.
Y todo empezó con la teta, o mejor dicho, con la NO teta, con la teta que no estaba cuando yo, recién salido de la panza de mi madre (donde para ser sincero, había estado bastante apretujado y con la pata de mi hermana, la Manchas, siempre metida adentro de mi oreja), muerto de hambre y de soledad y de frío, con los ojos todavía cerrados, sin haber visto nada del mundo, perdido y a tientas, empecé a buscar. Y al buscar encontré. Encontré el lado de afuera de la panza, que no era tan blando ni tan tibio como el lado de adentro, pero que de todos modos resultaba atractivo y bastante interesante.
Y, habiendo encontrado, empujé: me abrí sitio lo mejor que pude entre esa muchedumbre de hermanos que acababa de hacer el mismo descubrimiento que yo. Y por fin llegué. Y me ubiqué. Y abrí la boca confiado... Pero no. No y no. Para mi gran desolación ya no quedaban mas tetas.
Mis hermanos y hermanas chupaban chochos d contentos, y mi madre de a ratos se quedaba echada descansando, de a ratos levantaba la cabeza, los olisqueaba y les daba unos lengüetazos largos y jugosos. la pobre no sabia contar, se ve, porque insistía en empujarme a mi también contra el montón de hijos que tenía abajo, sin darse cuenta de que yo era el número once y que, por lo tanto le sobraba un hijo o le faltaba una teta, que mas o menos viene a ser lo mismo. A mi me daba no se qué contradecirla, y me quedé nomás amontonado con los demás, en parte porque al menos ligaba algún que otro lengüetazo, que no es lo mismo que la leche pero que sus alegrías tiene, y en parte porque noté que si me quedaba cerca del Tigre, algo podía llegar a atrapar.
El Tigre es mi hermano mayor, no mayor de edad porque nacimos todos el mismo día, pero mayor en todos los demás sentidos: patas, hocico, peso, cola, pelos, colmillos, fuerza... El Tigre nunca se iba a quedar sin teta, eso era seguro. Y ahí me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era asociarme. De manera que me abrí camino como pude, me trepé con encima del Colita, corrí al Bigotes, que ya se había quedado dormido con la teta en la boca, y me ubiqué bien cerca del Tigre.
El Tigre sí que estaba despierto, y chupaba. Chupaba con tanta fuerza y con tanto ruido que salían de mi madre chorros de leche tibia, tan gruesos y caudalosos que la boca no le daba abasto para tragarlos. Los dulces restos se le escurrían por el morro. Y ahí estaba yo, al lado de él, lamiéndole los pelos del morro, tratando de recoger esa delicia que él desperdiciaba, por nadar en la abundancia.
Me fui alimentando de esa manera esforzada durante varios días. A la semana seguía teniendo yo unas patas frágiles y quebradizas, que apenas me sostenían el paso, pero mi ingenio, en cambio, se había robustecido mucho a fuerza de hambre, y me indicó la manera de llegar antes que nadie a las tetas colmadas de mi madre. Era un método sencillo e infalible: bastaba con que me dedicase a vigilarlas de cerca todo el tiempo.
Mis hermanos habían crecido mucho, estaban cada día mas audaces, se alejaban, atacaban hojas secas, perseguían pajaritos y jugaban a la guerra. Pero yo tenía algo más importante que hacer: cumplir con mi hambre.
De modo que, mientras ellos se distraían por ahí, husmeaban, escarbaban, recibían picotazos y sufrían graves accidentes tratando de perseguir comadrejas, yo me dedicaba esmeradamente a observar las tetas de mi madre. No les quitaba los ojos de encima. Y en cuanto veía que ya no le colgaban vacías y lacias sino que poco a poco empezaban a inflarse y curvarse hasta quedar por fin gordas como gotas reventonas debajo de la panza, salía disparado como bala hacia el sitio de la felicidad y ahí me prendía, sin esperar siquiera que ella se echara. A veces caminaba la pobre muchos meros conmigo ahí colgado, algo incómodo tal vez, pero contento, dueño de toda la felicidad del mundo.
El éxtasis era breve, eso sí, porque no había yo tragado seis o siete chorros de leche cuando ya venían todos los demás en patota, dejando atrás las hojas, guerras y comadrejas, atraídos seguramente por ese olorcito inconfundible que nos hacía tambalear el alma. Se echaba entonces mi madre y el montón de hijos se le venía encima. Yo quedaba debajo, en el fondo, todavía prendido a mi teta, que ya me había dado mucho, aunque no lo suficiente para mi gusto, dispuesto a defenderla.
Mi destino dependía entonces, de quién fuera mi contrincante. Podía mantener a raya al Bigotes, que siempre fue distraído y soñador, o al Colita, o al Batata, o a la Ñata, que nunca terminaba de acomodarse porque tenía el berretín de mamar siempre panza arriba. Pero si los que me disputaban mi bien ganada teta eran Manchas, Oso o Tigre, la batalla estaba perdida de antemano. Ni siquiera hacía falta empezar a pelear; bastaba que ellos se acercaran, con su inmensa talla de matones, llenos de músculos ya, tan decididos, para que yo me retirara discretamente de mi querida fortaleza, convencido de que cuando uno tiene mas huesos que músculos y los ojos mas grandes que las patas, lo mejor que puede hacer es ampararse en la astucia y no probar nunca el camino de la fuerza.
Capítulo II
Donde describo nuestros esfuerzos por entrar al paraíso.
En realidad, no puedo culpar a mis hermanos por su avidez desesperada. Sucede que en mi barrio la comida era escasa. Mi madre hacía lo posible por alimentarse bien, pero seguía siendo un manojo de huesos, tan flaca que a veces se me hace que ni proyectaba sombra.
Yo mejor que nadie puedo dar cuenta de sus afanes por conseguir comida. El método de vigilancia permanente de las fuentes de la alegría que había desarrollado para lograr llegar antes que los demás al festín, me permitió ser testigo día tras día, hora tras hora, de su incansable tarea de llenar el estómago con algo contundente. No acababa
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