Aventuras De La Lengua
Enviado por Ciroperaloca • 6 de Agosto de 2011 • 407 Palabras (2 Páginas) • 661 Visitas
AVENTURAS DE LA LENGUA
Jorge Edwards
stoy en Japón, en la ciudad de Tokio, y mis huéspedes me han organizado un encuentro con una poeta japonesa.
Tendría que buscar entre mis desordenados papeles para encontrar el nombre del personaje. Me dirijo, pues, al
bar del Hotel Imperial a las dos de la tarde. E
Jorge Edwards.
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LITERATURA
era, en realidad, hijo carnal suyo». No disimulo mi sorpresa.
Ella parece haber entrado en la piel, en la sensibilidad
profunda y total de Gabriela, más allá de todas las diferencias
de cultura, y su palabra, en consecuencia, tiene peso.
Hablamos de Manuel Magallanes Moure, de José Vasconcelos
y Eugenio D’Ors. De pronto, el bar del Hotel Imperial
se ha convertido en una sucursal del idioma, una ramificación
extrema. Me llevan al día siguiente a Kioto y encuentro
a una profesora chilena que da clases de español en la
universidad. El tejido de la lengua se extiende por todas
partes. Es un enigma extraordinario. Visitamos un templo
budista y hablamos de Luis Cernuda, de Vicente Huidobro,
de Enrique Lihn. Y de nuevo de Gabriela y de su correspondencia
amorosa, ¿platónica, no platónica?, con Magallanes
Moure. Algunos meses más tarde pasé frente a la vitrina
de un librero del Barrio Latino de París. Me encontré, y fue
una nueva sorpresa, otro caso enigmático de penetración
de la palabra escrita, con una traducción al francés de El
niño que enloqueció de amor, la novela breve de Eduardo
Barrios publicada en el Santiago de 1915. La leí en la noche
y todavía, en la distancia de casi un siglo y de otra lengua,
estaba llena de materia viva, palpitante, conmovedora. Al
regresar a Santiago supe lo siguiente: el modelo de niño
enamorado, enloquecido de amor, que inspiró a Eduardo
Barrios, era nada menos que el poeta adolescente Magallanes
Moure. Magallanes conoció más tarde a Gabriela
Mistral, pero en definitiva se casó con la prima diez años
mayor que él, la de la novela de Barrios, que lo había esperado
hasta que se hiciera hombre. La historia, en otros términos,
partía de un Santiago remoto, con lámparas de gas
y tranvías de tracción animal, pasaba por Tokio, Kioto y
París, y regresaba al Santiago de hoy. Y la persona que me
contó la historia entera, con su curioso círculo narrativo,
con su juego de encuentros y desencuentros, fue nada menos
que una joven bisnieta de Manuel Magallanes Moure y
de su prima, vecina de mi barrio del cerro de Santa Lucía.
Todo esto me parece ahora un misterio extraordinario del
idioma, además de un misterio de la vida. ■
Jorge Edwards, premio
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