Axolotl. Julio Cortázar
Enviado por mauro_misael • 19 de Diciembre de 2012 • Resumen • 1.796 Palabras (8 Páginas) • 684 Visitas
Axolotl
[Cuento. Texto completo]
Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des
Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora
soy un axolotl. […]
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales,
provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo
sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario.
Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de
sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre
español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa
más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir
todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al
recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No
hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos
vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había
bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua.
Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y
mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la
cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi
avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles
aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de
las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas
chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una
cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le
corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las
patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y
entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro
transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía
pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular
pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por
el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su
tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados
de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una
excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos
las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo
veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos
mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza
de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos
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quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente
me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad
indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las
piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó
que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre
todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la
simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían
de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo
infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal,
delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su
dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que
me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo
que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los
axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en
analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos
parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro.
Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
...