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Axolotl. Julio Cortázar


Enviado por   •  19 de Diciembre de 2012  •  Resumen  •  1.796 Palabras (8 Páginas)  •  689 Visitas

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Axolotl

[Cuento. Texto completo]

Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des

Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora

soy un axolotl. […]

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales,

provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo

sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario.

Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de

sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre

español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa

más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir

todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al

recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No

hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos

vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había

bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua.

Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y

mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la

cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi

avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles

aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de

las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas

chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una

cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le

corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las

patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y

entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro

transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía

pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro

rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular

pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por

el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su

tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados

de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una

excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos

las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo

veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos

mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza

de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos

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quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente

me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad

indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las

piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó

que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre

todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la

simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían

de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el

guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo

infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal,

delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su

dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que

me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo

que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los

axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en

analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos

parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro.

Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

...

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