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Don Quijote D Ela Mancha


Enviado por   •  14 de Marzo de 2012  •  1.594 Palabras (7 Páginas)  •  623 Visitas

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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D.

Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho

tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco

y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches,

duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura

los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían

sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo,

los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa

una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y

un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.

Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia,

seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren

decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna

diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas

verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a

nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que

eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto,

que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su

hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas

hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y

así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le

parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la

claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y

más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en

muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de

tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura,

y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las

estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la

vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el

juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo

sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No

estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se

imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el

rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su

autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y

muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como

allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros

mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto

graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de

Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía

que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era

don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición

para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que

en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches

leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del

mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele

la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de

pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates

imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella

máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que

ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había

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