El padre Justiniano
Enviado por • 28 de Julio de 2013 • Tesis • 24.669 Palabras (99 Páginas) • 386 Visitas
CAPITULO I
El padre Justiniano ha llegado a tiempo para oír el tañido de las campanas y ver el vuelo desordenado de las palomas frente a su ventana.
Ya durante el desayuno, recuerda haber mirado su lecho por entre la nube de vapor que se levantaba de una taza de leche caliente y haber experimentado la sensación de un triunfo. Un salto y ya está. La torre no se había desprendido aún del velo de niebla con que se cubre para dormir, y al padre Justiniano le pareció que la voz de la campana lo adelgazaba, para abrirse paso, llegar al lecho de los hombres dormidos y dejar en su oído ese pequeño llamado de Dios.
Estaba de pie, mirando desde el campanario la ciudad aplasta-da, como un vasto panal, y los patios, como alveolos donde los hombres y las mujeres se desplazaban o permanecían quietos, con esa falta de sentido que tiene el movimiento en los insectos. Ahora, el cura Justiniano escucha el aleteo de las palomas. Con el crepúsculo, ha comenzado a mortificarle una voz interior que quiere ser escuchada. El padre Justiniano recuerda la mañana que tomó los hábitos, con la misma emocionada complacencia con que un viejo abogado recuerda el día que prestó juramento.
Con la cabeza hundida entre los hombros y los ojos casi cerrados, el cura Justiniano sufre la evocación que más teme:
Está de pie, con la cabeza forzadamente inclinada sobre el pecho. ¿Está también la madre? Sí, está. Pero, ¿qué hora es? Todo está obscuro. Las paredes de la iglesia semejan grandes lienzos negros sobre los que se hubiera pinta-do algunos rostros rosados y dispersos. Hay un brillo metálico en constante movimiento. Uno se imagina al hombrecillo encorvado, esforzándose por alcanzar los pedales con las puntas de los pies y deslizando las manos sobre un teclado amarillento en busca de la nota que necesita tocar. ¡Don Matías! ¡Qué chiquito era! Cesa la música. Hay un silencio corto que parece preceder al acto culminante de la ceremonia. Alguien entra en la iglesia por la puerta del fondo. No se escuchan sus pasos; debe ser un sacerdote o algún seminarista. ¿Pensaba en Dios? ¡Cómo podía pensar!
El padre Justiniano siente que su recuerdo lo ha llevado al punto del que debía partir. Ellas saben que aquello no podría resistir el peso de su pensamiento.
Se dice que ya es muy tarde y que debería ver si el sacristán cerró las puertas: "Si uno no ve las cosas personalmente, no se puede estar seguro".
Intenta sacar su reloj. Se lo impiden los brazos del sillón, que son muy altos. ¿Quién le regaló? Está viejo; sobre todo la cadenilla. No vale la pena. El vidrio del reloj está salpicado de pequeñas manchitas. Si el padre Justiniano dijese en voz alta sus pensamientos, escucharíamos también, entre los que se refieren al sacristán o al reloj, otras frases cortas, dichas apresuradamente y en un mismo tono de voz: "La cadenilla de oro". "La música". "Otra vez". "¿Pensaba en Dios?". "El traje del obispo". "Mis manos estaban muy juntas".
El padre Justiniano duda: ¿qué es lo que ha escuchado? ¿Es un llamado a la puerta o la necesidad que tiene de huir de sus pensamientos?
Mira en esa dirección. Otra vez el mismo ruido.
¿Quién? —pregunta.
¡Padre, lo esperan para la confesión!
Es el sacristán. Al cruzar la habitación repara en que sus pensamientos lo llevaron muy lejos. Ya está de vuelta. Le parece que el taladro está en sus manos y que debe usarlo hasta llegar a la pulpa. Una imagen que se le ocurrió mientras una señora confesaba pecados verdaderamente pequeños. Cosas de señoras. La expresión de ellos es lo que recuerda. El sillón de cuero lo recibe con suavidad y con la tibieza que dejó su cuerpo. Otras veces se dice que él presiente su llegada y que entonces cierra los ojos para no verla. La primera vez
Desde uno de los marcos, alguien; el tío Manuel- estira la mano y le da unas palmaditas en la mejilla que son todo un mensaje de ternura dicho con dificultad.
Un poco más allá, el retrato del padre. Sí, con esas palabras preguntó a su madre. También hay un retrato de "Buco", el perro que acompañaba a Esteban a la pequeña escuela rural. Está mordiendo una pelota de colores.
Junto a los rostros inmóviles o gesticulantes de sus familiares, hay también objetos que ahora, con el tiempo, sabe que le eran tan queridos como aquéllos.
Recuerda un grifo del que siempre estaba brotando el agua, con un gorgoteo musical. También recuerda un ángulo de su habitación, entre la cama y un mueble donde se guardaba la ropa recién plancha-da. Era el lugar más acogedor d» la casa. Recuerda su forma. Una de ellas era más ovalada que las otras y, por esto, la primera mirada en la mañana era para ella.
Cierran una puerta en alguna parte de ¡a parroquia. Se oye un ruido de pasos aproximándose. El padre Justiniano consulta su reloj: las ocho y media.
CAPITULO II
Cuando el sacristán cenó la puerta de la parroquia, Femando Durcot pensó que era ésa su primera visita nocturna al padre Justiniano.
Durcot tenía que esforzarse para seguir los rápidos pasos de ese hombrecillo rengueante, acostumbrado a las tinieblas.
Se detuvieron junto a una puerta que Durcot no conocía. ¿Quién es, Zambrana? -sonó la voz del padre Justiniano.
Soy yo: Fernando Durcot, padre Justiniano.
¡Prenda la luz, Zambrana!
Si Durcot hubiese podido penetrar las sombras habría reconocido en este objeto blanco que se movía en el aire un pañuelo con que el padre Justiniano enjugaba apresuradamente algunas lágrimas, se limpiaba la nariz y luego se tapaba la boca, carraspeando varias veces, hasta estar seguro de que su voz había repobrado su timbre habitual.
Zambrana prendió la luz.
El padre Justiniano estaba de espaldas. Sin moverse, invitó a Durcot:
—Entre usted Fernando—. Luego, indicando con la mano el / modo de hacerlo: —antes, cierre esa puerta por favor.
Durcot cerró la puerta sin dejar de mirarlo. El párroco seguía de pie, con todo su peso descansando en un solo lado del cuerpo, repartido entre una pierna rígida y un brazo tirante, aferrado al sillón, mientras la otra mitad descendía, abandonada, acentuando la angulosidad del hombro derecho que parecía crecer, como si esa parte de su esqueleto, cumpliendo el papel de una muleta interior y en el afán de sostener ese cuerpo laxo, hubiera roto la piel del hombro y levantado la sotana formando una aguda joroba excéntrica.
Durcot dirigió rápidas miradas en todas las direcciones. Las respuestas no llegaban. Nada en su interior tenía un carácter definido.
El padre Justiniano lo estaba mirando.
Sus ojos, empequeñecidos por la
...