Hakuna Matata
Enviado por blabla44 • 3 de Noviembre de 2014 • 7.139 Palabras (29 Páginas) • 441 Visitas
Rosario Ferré
"LA COCINA DE LA ESCRITURA"
Si Aristóteles hubiera guisado,
mucho más hubiera escrito.
Sor Juana
I
DE CÓMO DEJARSE CAER DE LA SARTÉN AL FUEGO
A lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones: Emily Brontë escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf para exorcizar su terror a la locura y a la muerte; Joan Didion escribe para descubrir lo que piensa y cómo piensa; Clarisse Lispector descubre en su escritura una razón para amar y ser amada. En mi caso, escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había. En este sentido, la frase "lengua materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un significado especial. Este significado se le hizo evidente a un escritor judo llamado Juan, hace casi dos mil años, cuando empezó su libro diciendo: "En el principio fue el Verbo". Como evangelista, Juan era ante todo escritor, y se refería al verbo en un sentido literario, como principio creador, sean cuales fuesen las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a su célebre frase. Este significado que Juan le reconoció al Verbo yo prefiero atribuírselo a la lengua; más específicamente, a la palabra. El verbo-padre puede ser transitivo o intransitivo, presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre nunca cambia, nunca muda de tiempo. Sabemos que si confiamos en ella, nos tomará de la mano para que emprendamos nuestro propio camino.
En realidad, tengo mucho que agradecerle a la palabra. Es ella quien me ha hecho posible una identidad propia, que no le debo a nadie sino a mi propio esfuerzo. Es por esto que tengo tanta confianza en ella, tanta o más que tuve en mi madre natural. Cuando pienso que todo me falla, que la vida no es más que un teatro absurdo sobre el viento armado, sé que la palabra siempre está ahí dispuesta a devolverme la fe en mí misma y en el mundo. Esta necesidad constructiva por la que escribo se encuentra íntimamente relacionada a mi necesidad de amor: escribo para reinventarme y para reinventar el mundo, para convencerme de que todo lo que amo es eterno.
Pero mi voluntad de escribir es también una voluntad destructiva, un intento de aniquilarme y de aniquilar el mundo. La palabra, como la naturaleza misma, es infinitamente sabia, y conoce cuándo debe asolar lo caduco y lo corrompido para edificar la vida sobre cimientos nuevos. En la medida en la que yo participo de la corrupción del mundo, revierto contra mí misma mi propio instrumento. Escribo porque soy una disgustada de la realidad; porque son, en el fondo, mis profundas decepciones las que han hecho brotar en mí la necesidad de recrear la vida, de sustituirla por una realidad más compasiva y habitable, por ese mundo y por esa persona utópicos que también llevo dentro.
Esta voluntad destructiva por la que escribo se encuentra directamente relacionada a mi necesidad de odio y a mi necesidad de venganza; escribo para vengarme de la realidad y de mí misma, para perpetuar lo que me hiere tanto como lo que me seduce. Sólo las heridas, los agravios mas profundos (lo que implica, después de todo, que amo apasionadamente el mundo) podrán quizá engendrar en mi algún día toda la fuerza de la expresión humana.
Quisiera hablar ahora de esa voluntad constructiva y destructiva, en relación a mi obra. El día que me senté por fin frente a mi maquinilla con la intención de escribir mi primer cuento, sabía ya por experiencia lo difícil que era ganar acceso a esa habitación propia con pestillo en la puerta y a esas metafóricas quinientas libras al año que me aseguraran mi independencia y mi libertad. Me había divorciado y había sufrido muchas vicisitudes a causa del amor, o de lo que entonces había creído que era el amor: el renunciamiento a mi propio espacio intelectual y espiritual, en aras de la relación con el amado. El empeño por llegar a ser la esposa perfecta fue quizá lo que me hizo volverme, en determinado momento, contra mí misma; a fuerza de tanto querer ser como decían que debía ser, había dejado de existir, había renunciado a las obligaciones privadas de mi alma.
Entre éstas, la más importante me había parecido siempre vivir intensamente. No agradecía para nada la existencia protegida, exenta de todo peligro pero también de responsabilidad, que hasta entonces había llevado en el seno del hogar. Deseaba vivir: experimentar el conocimiento, el arte, la aventura, el peligro, todo de primera mano y sin esperar a que me lo contaran. En realidad, lo que quería era disipar mi miedo a la muerte. Todos le tenemos miedo a la muerte, pero yo sentía por ella un terror especial, el terror de los que no han conocido la vida. La vida nos desgarra, nos hace cómplices del gozo y del terror, pero finalmente nos consuela, nos enseña a aceptar la muerte como su fin necesario y natural. Pero verme obligada a enfrentar la muerte sin haber conocido la vida, sin atravesar su aprendizaje, me parecía una crueldad imperdonable. Era por eso, me decía, que los inocentes, los que mueren sin haber vivido, sin tener que rendir cuentas por sus propios actos, todos van a parar al Limbo. Me encontraba convencida de que el Paraíso era de los buenos y el Infierno de los malos, de esos hombres que se habían ganado arduamente la salvación o la condena, pero que en el Limbo sólo había mujeres y niños, que ni siquiera sabíamos cómo habíamos llegado hasta allí.
El día de mi debut como escritora, permanecí largo rato sentada frente a mi maquinilla, rumiando estos pensamientos. Escribir mi primer cuento significaba, inevitablemente, dar mi primer paso en dirección del Cielo o del Infierno, y aquella certidumbre me hacía vacilar entre un estado de euforia y de depresión. Era casi como si me encontrara a punto de nacer, asomando tímidamente la cabeza por las puertas del Limbo. Si la voz me suena falsa, me dije, si la voluntad me falla, todos mis sacrificios habrían sido en vano. Habré renunciado tontamente a esa protección que, no empece sus desventajas, me proporcionaba el ser una buena esposa y ama de casa, y habré caído merecidamente de la sartén al fuego.
Virginia Woolf y Simone de Beauvoir eran para mí en aquellos tiempos algo así como mis evangelistas de cabecera; quería que ellas me enseñaran a escribir bien, o a lo menos a no escribir mal. Leía todo lo que habían escrito como una persona sana que se toma todas las noches antes de acostarse varias cucharadas de una pócima salutifera, que le imposibilitara morir de toda aquella
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