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Ironía y sátira en la literatura alemana


Enviado por   •  18 de Febrero de 2018  •  Examen  •  1.800 Palabras (8 Páginas)  •  169 Visitas

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PRIMER PARCIAL DE LITERATURA ALEMANA 2015

A2. Interrelaciones entre melancolía y sátira en Grabbe, Hauff y Brecht.

Nada podría parecer más irreconciliable que el talante melancólico y la sátira. ¿Qué podría haber en común entre una lánguida “tristeza sin causa” (Klibansky et al, 1991) y esa modalidad de la risa que postula siempre una crítica moral (Frye, 1991; Hutcheon, 2000)? Desde el punto de vista del sujeto de la enunciación, cuesta entender que quien experimenta “una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones” (Freud, 1917: 242) sea capaz, en simultáneo, de un humor hostil que “exprese una superioridad, sentida como placentera, [autoadjudicada] con relación al otro” (Freud, 1905: 186). Habría, en principio, una única forma posible de interrelación: que la violenta y encarnizada sátira tome por objeto a la apesadumbrada melancolía, sea desde una concepción moralizante de la emocionalidad que la rechace como debilidad humana o, por el contrario, desde un puritanismo sentimental que vea en ella exacerbación mórbida, mera moda o liso y llano fingimiento. Klibansy, Panofsky y Saxl señalan, de hecho, que el melancólico cómico (y con él, una sátira de la melancolía) existe casi desde los primeros momentos de esta configuración literaria (1991: 233).

En Broma, sátira, ironía y sentido profundo, de Grabbe (hacia 1822) la cuestión aparece de manera ostensible a través del Diablo, quien se autodesigna melancólico –ante otros– para ocultar su reacción “natural” a las buenas acciones (I.3) y se siente –a solas– desganado, conmovido, melancólico… a causa de una herradura suelta (I.4). En uno y otro caso, la afección se presenta como parapeto de situaciones más bien somáticas, pedestres. Melancolía, como habrá de enseñar el Maestro, no es sólo etiqueta que pueda decirse sino también actuarse –cuando aconseja a su alumno permanecer con la boca cerrada, tapada con la mano, “porque esto luce aún más alegórico y poético” (Grabbe, 2004: 7)– e incluso inducirse, cuando lo amenaza con encerrarlo cuatro días sin comer para que se vuelva más pensativo (I.3), remedando la vieja interrelación entre la cavilación intelectual y lo más crudamente somático que aparece en el diálogo entre Babieca y Rocinante: “B. Metafísico estáis. R. Es que no como” (Cervantes, 1950: 22).

En un contexto de degradación en que la producción cultural circula como envoltorio de arenques podridos, no dejan de ser objeto de deprecación cómica también algunos de los tópicos más característicos de la melancolía: uno de los naturalistas encuentra al Diablo muerto de frío en medio de una colina que añora un bosque (I.2), la historia humana se reduce a escenificación (II.2), a Mollfels le da vergüenza comer carne con mostaza porque le parece muy vulgar para un amante (II.4), hay una destrucción material en escena de la casita del bosque como lugar idílico (III.6) e incluso aparece satirizado, por vía de la sobreactuación, el gran gesto trágico-melancólico de Emilia Galotti, cuando Lidi, para evitar ser deshonrada, amenaza con traspasarse el pecho… con una horquilla.

En los contemporáneos Almanaques (1826, 1827, 1829), por el contrario, la risa aparece de manera más oblicua, desprovista de ferocidad y violencia, en sintonía con la matriz amigable de la literatura de Hauff, (y las presiones de la censura, desde luego). Schwarz caracteriza su humor como el de un idealista con miras en un modelo más elevado (2008); es decir, en un espíritu mucho más cercano al reformismo que al nihilismo incendiario de Grabbe. Parecería dificultoso, en efecto, que una literatura que desde el prólogo se plantea el programa de ofrecer “de vez en cuando” a los lectores “alguna horita de esparcimiento y alegría” (Hauff, 2001: 15) sea capaz de la violencia extratextual que supone la sátira (Hutcheon, 2000). El autor se ocupa de dejar en claro, además, la situación fuertemente controlada bajo la cual circula Märchen por medio de los guardas que vigilan la entrada al mundo de los hombres, duplicados inmediatamente en “La caravana” por aquellos guardias que ante el acontecimiento poco habitual del forastero reaccionan apuntando hacia él sus lanzas (Hauff, 2001: 20).

La burla, el denuestro, adquieren entonces la forma de una sátira blanda, falsamente bonachona, que a menudo se despliega como apunte marginal: “El califa –al que le gustaba tener manuscritos antiguos en su biblioteca, aunque no pudiera leerlos– compró el papel y la cajita y despidió al mercader” (Hauff, 2001: 23). En este contexto, la melancolía ingresa de la mano de una actitud: el aire meditabundo, pensativo, en que suelen ser encontrados los personajes al momento de dar curso a la acción, lo que implicaría leerla como un estado transitorio y relativamente positivo. No obstante, varios de sus tópicos son puestos en entredicho por medio de la risa, como ocurre literalmente con la huida a la naturaleza en “La historia del califa cigüeña” o la ingenuidad del protagonista de “La historia del pequeño Muck” respecto de la bondad de los hombres (y en particular, en este caso, de los miembros de las cortes) y su posterior misantropía.

Ahora bien, si en Hauff la melancolía, aun como objeto de risa, continúa siendo patrimonio de las posiciones nobles o intelectuales, un siglo más tarde, en La ópera de dos centavos (1928), se la encuentra degradada, bajo la forma de aquellos elementos suyos que perviven en el sentimentalismo de la cultura de masas, cuyas condiciones ideológicas Bertold Brecht procura iluminar (y fustigar). No se ocultan sus procedencias literarias –la señora Peachum señala a Polly “Esos condenados libros que has leído te dieron vuelta la cabeza” (Brecht 1965: 41); cosa que resulta palmaria, por otra parte, en la luna, la inocencia perdida y la barca de “Barbarasong”–, pero lo sublime de antaño se ha reducido a un imaginario kitsch del amor ligado a la constitución del hogar burgués (no sólo en la relación de Macheath con Polly, sino también con Jenny, “Zuhälterballade”) o, peor aun, a la conmiseración ligada al pietismo de la caridad que sabiamente explota el señor Peachum desde la primera escena (y que Macheath invertirá a pasos del cadalso, “Grabschrift”). La sátira funciona así como elemento corrosivo, que adquiere la función de denuncia por desenmascaramiento, como habrá de ocurrir luego en La ascensión de Arturo Ui (1941), y en tal sentido cabe leer la interrelación con lo sentimental como falsa empatía, falsa sensibilidad, falsa promesa de felicidad.

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