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LECHE, FLORES Y PÓLVORA


Enviado por   •  9 de Septiembre de 2022  •  Ensayo  •  2.826 Palabras (12 Páginas)  •  67 Visitas

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LECHE, FLORES Y PÓLVORA

A principios del XVIII en España se establece la Real Academia de la Lengua, “limpia, brilla y da esplendor”, la de Medicina, Historia, Bellas Artes de San Fernando, el Jardín Botánico y el Gabinete de Historia Natural. El Padre Feijoo divulgó a Newton, el de la manzana, y se fomentan las tertulias. Tuvo un gran desarrolló la prensa y las revistas literarias y científicas. Se reforman las Universidades y los Colegios Mayores. ¡Llegó a haber en España más de 100 Sociedades de Amigos del País! A su lado, unas 2.000 pequeñas instituciones hospitalarias sirven en los pueblos de posadas de viajeros, vagabundos y maleantes. El pueblo prefiere morir en sus casas que ir a los hospitales. 20 grandes hospitales, están carentes de buena alimentación, repletos de suciedad, con dos enfermos por cama, en ocasiones llenos de soldados que transmiten a la población enfermedades como el tifus y la peste bubónica. El paludismo, malaria o tercianas, como lo prefieran llamar, era un mal endémico. Mientras, el dios relojero del mundo ilustrado, seguía impasible, dando cuerda a un mundo perfecto.

Cristóbal Rafols y Margarita Bruna ya habían enterrado a tres hijos cuando nació María. Fue en Vilafranca del Penedés, el 5 de noviembre de 1781, a sus padres, se les saltaron las lágrimas y pidieron a Dios del “Padre nuestro”, al otro no lo conocían, que María no se muriese, que creciese fuerte como sus hermanos Juan y Margarita. Dos años viviría María en Vilafranca, justo para aprender a subir y bajar las escaleras del molino y parlotear el catalán. De allí se trasladan al Molino de Mascaró donde viene al mundo otro bebé que también muere, a los dos años nace Josefa y un poco más tarde Antonia, María jugaría con ellas hasta cansarse, también tendría que cuidarlas, años de escuela, merienda y travesuras.

Al cumplir María los doce años, su padre regresa al molino Abadal en Santa Margarita, el tío Domingo, el mayor, el heredero, está enfermo. Cristóbal trabaja en el molino familiar siendo su primera residencia, el hogar de su mujer, donde vivió de recién casado antes de instalarse en Vilafranca, el “Hostal dels Monjos”, donde ahora solo queda la madre de Margarita Bruna, su padre y hermanos han muerto. María estrenada su adolescencia. El oasis infantil, ordenado y bello de María se debería empezar a pintar de colores, no es así, su cálido y familiar mundo…se oscurece. El “Molí de la mala mort”, así llamaban los payeses, sus vecinos, a su molino. En pocos meses murió el bebé que esperaban, era un niño, murió su tío Domingo, su mujer Rosa a la semana siguiente. Al mes su abuela. No habían pasado seis meses y su padre cayó gravemente enfermo, Cristóbal se fue en silencio dejando en su molino a Margarita, su hijo Juan y cuatro muchachas, algunas aún niñas.

El Estado había hecho el gran descubrimiento del siglo XVIII, a más población más crecimiento económico, por ello deciden incentivar el matrimonio y la inmigración, mas en el siglo de las luces pensaron que era mejor el que la gente no se muriese, surgiendo el concepto de salud pública. Comienzan las reformas: hospitales, cárceles, hospicios, cementerios, desagües, vertidos, agua potable…reformas que se quedaron la mayoría en el papel por las continuas guerras del siglo XIX…aunque algunos no perdieron el tren, o mejor dicho el carro.

De Barcelona a Zaragoza según “Maps Go” hay 295 kilómetros y cuesta llegar 61 horas a pie, tres días sin parar de andar. Aquí encontramos a María con 23 años, con ella caminan 11 chicas más, de entre 20 a 30 años, y 12 chicos de las mismas edades, todos iban de voluntarios al Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, todos acompañados por Mosén Juan Bonal. Entre el grupo de los chichos y las chicas hay una diferencia, ellas han hecho votos, van como religiosas, se han comprometido a seguir a Jesús en pobreza, castidad, obediencia y hospitalidad, ellos de momento, no. Es diciembre y aprieta el frío, llevan sus pertenencias en carros, a veces caminan, a veces el cansancio, el frío o la lluvia les hace refugiarse apretados junto a los bultos de sus carros hasta llegar a la posada donde descansan. El camino recorrido les hacía entrar en un sueño pesado, pero a María le costaba dormirse, sentía tanta responsabilidad, tal vez Mosén Juan había confiado demasiado en ella. Después de que su madre se casara de nuevo, ella, fue a estudiar al colegio de la Enseñanza y de allí a cuidar a los enfermos en el Hospital de Santa Creu. Con el fallecimiento de su madre nada la retenía en Barcelona, se sentía tan feliz de haber podido responder con tanta libertad a la llamada que Dios le había hecho, pero ahora, responsable de la Hermandad femenina…” Señor, tengo miedo” …a María como a sus compañeras, se le cerraron los ojos.

El 28 de diciembre de 1804, por la noche, llegaban a Zaragoza, llovía a cántaros. Zaragoza los recibió maravillosamente, los señores Regidores prestaron sus coches para que fueran a buscar a las Hermanas a la entrada de Zaragoza y la comitiva entre vítores de zaragozanos fue a postrarse ante la Virgen del Pilar, desde allí fueron al Hospital a tomar chocolate. Aunque las crónicas apuntan que mientras las Hermanas y los Hermanos subían las escaleras, alguien dijo: “Así se rompieran las piernas antes de llegar arriba”. Seguramente ellos no lo oyeron y si lo oyeron, tal vez, ni lo entendían, a duras penas hablaban el castellano.

Los Hermanos no aguantaron las trampas que les pusieron, el mal ambiente que sufrieron, las hostilidades. Las Hermanas, sí, habían hecho unos votos y María Rafols no falló a la confianza que Mosén Juan puso en ella, resistieron. Con las Hermanas, el Hospital cambia, no hay jaleo en las salas, no se fuma, ni se juega, pasan los médicos a hacer la visita, se cura a los enfermos, se les da las medicinas, la comida, todo está limpio. Esas chicas jóvenes, hoy demasiado jóvenes, que se levantaban a las cuatro de la mañana para rezar y a las cinco y media se ponía a limpiar vasos inmundos, léase orinales, para que las salas no apestasen, y corriendo a las seis y media iban a misa. Se supone que después de misa desayunarían, ellas tendrían hambre, aunque a nosotros se nos hubiese quitado el apetito. A las siete hacían las curas de los enfermos, sin guantes, que entonces no había, la limpieza, camas, fregar la vajilla, acompañar a los médicos, dar las medicinas, los caldos y la comida. De once a dos rezaban el rosario. Comían y descansaban. A las dos de vuelta con los médicos, los caldos y la cena. De siete a ocho y media, hacían oración y cenaban ellas. De ocho y media a diez, repasan las curas, cambian la ropa de los enfermos y acompañan al médico de guardia.  A las diez se acuestan, todos menos la primera de vela que hace hasta la una y la segunda de vela hasta las cuatro. Sin turnos, 365 días, no libran, no hay fin de semana, ni puente, ni vacaciones. Estaban locas, locas por ayudar a los demás, eran jóvenes de alta competición, lo suyo era levantarse cada mañana para hacer el Rally Dakar, darlo todo, sin guardarse nada, vivir en “condiciones extremas” y esto les hacía felices, muy felices.

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