Las tres mujeres de Kai-Lan
Enviado por tepoztaa • 6 de Junio de 2013 • Ensayo • 1.363 Palabras (6 Páginas) • 585 Visitas
Kai-Lan, señor del caríbal de Puná, sentado frente a mí toma una graciosa
postura simiesca y sonríe amistoso; en sus manos cortitas y móviles, juguetea
un bejuco. Estamos bajo el techo de su ―champa‖ erigida en un claro de la
selva; en un claro que es islote perdido entre el océano vegetal que amenaza
desbordarse en las olas crujientes y negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan
en mi rostro; parece adivinarme el gesto mejor que entender mis palabras. A
veces, cuando mi propósito logra penetrar en el cerebro o en el corazón del
indio, él ríe, ríe a carcajadas… Mas a veces, cuando mi relato tórnase grave, el
lacandón se pone formal y aparentemente interesado en aquel diálogo en que
participa él con algunos monosílabos o con tal o cual frase sencilla, emitida con
dificultad.
Las tres mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros, sus tres ―kikas‖.
Jacinta, niña casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara redonda y
cachetona; Jova, una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak‘in, hembra en
plenitud; su perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos
sensuales y coquetones, el cuerpo ondulante, apetitoso, a pesar de la corta
estatura y los ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al
desabrimiento de las otras dos.
Jova, arrodillada cerca del metate, tortea grandes ruedas de masa de maíz;
Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a su hija, revuelve entre las brasas
del fogón un faisán abierto en canal del que sale un tufillo agradable. Nachak‘in
de pie, metida en su amplio cotón de lana, mira impávida el ajetreo de sus
compañeras.
— Y ésa —pregunté a Kai-Lan señalando a Nachak‘in— ¿por qué no
trabaja?
El lacandón sonríe, guarda silencio unos instantes; con ello da la idea de
que busca los términos apropiados para responder:
— No trabaja en el día —dice al fin—, a la noche sí… A ella toca subir
a la hamaca de Kai-Lan.
La bella ―kika‖, tal si hubiera entendido las palabras que en castellano me
dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa mirada y pliega los labios en una
sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello robusto y corto, cuelga un collar
de colmillos de lagarto.
Fuera de la ―champa‖, la selva, el escenario donde se desenvuelve el
drama de los lacandones. Frente a la casa de Kai-Lan, se laza el templo del que
él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel. El templo es una EL DIOSERO Francisco Rojas González
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barraca techada con hojas de palma; sólo tiene un muro, que ve al poniente;
adentro, caballetes de rústica talla y, sobre ellos, los incensarios o braserillos de
barro crudo, que son deidades doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los
fenómenos naturales que en la selva se desencadenan con furia diabólica,
domadores de bestias, amparo contra serpientes y sabandijas y resguardo
opuesto a los ―hombres malos‖ del más allá de los bosques.
Junto al templo, la parcela de maíz cultivada cuidadosamente; matas
vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos entre las paredes de los
hoyancos cavados a ―coa‖; un lienzo de varas espinudas protege al sembradío
de las incursiones de los jabalíes y de los tapires y, abajo, entre lianas y raíces,
el río Jataté. El clima es húmedo y tibio.
La voz de la selva, de tono invariable y de intenciones tozudas como las
del mar, aquel ruido de enervantes efectos para quien lo escucha por primera
vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo, en estímulo grato durante el
día y en arrullo suave durante la noche, aquella voz nacida de buches de aves,
de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del canto de las hojas de las ceibas,
del ramón y del asesino matapalos que trepa sus tentáculos abrazados a los
corpulentos troncos de caobo, del chicozapote, para extraer de ellos, en
provecho propio, hasta la última gota de savia, del chiflido intermitente de la
nauyaca que vive entre las cortezas del chacalté y del ululante alarido del
sarahuato, monito grotesco y cínico que retoza su eterna brama pendiente de las
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