Memoria De Mis Putas Tristes
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Memorias de mis putas tristes 1
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Memorias de mis putas tristes 2
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Memorias de mis putas tristes 3
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Memoria de mis putas tristes
GABRIEL
GARCÍA MÁRQUEZ
2004
Memorias de mis putas tristes 4
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«No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al
anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía
poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni
intentar nada parecido.»
Yasunari Kawabata,
La casa de las bellas dormidas
Memorias de mis putas tristes 5
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1
El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una
adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina
que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca
sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía
en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con
una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía de ella desde
hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la
voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
-Hoy sí.
Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir
imposibles. Recobró enseguida el dominio de su arte y me ofreció una media docena
de opciones deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que no, que debía ser
doncella y para esa misma noche. Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres
probarte? Nada, le contesté, lastimado donde más me dolía, sé muy bien lo que
puedo y lo que no puedo. Ella dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no
todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto.
¿Por qué no me lo encargaste con más tiempo? La inspiración no avisa, le dije. Pero
tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier hombre, y me pidió
aunque fueran dos días para escudriñar a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio
que en un negocio como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces no se
puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa, así es más emocionante, qué
carajo, te llamo en una hora.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico.
Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol
de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque
sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa
Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una
edad en que la mayoría de los mortales están muertos.
Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás, donde he
pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis
padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un
día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del
siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un con sorcio de italianos, y se
Memorias de mis putas tristes 6
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reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios
Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más
hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.
El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados
de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi
madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas
italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de
Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río
grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa
es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas
todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé
solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí
una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando
para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.
Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía
en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que
atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse.
Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me
sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la
nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en
absoluto con las gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas
veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero
no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la
composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en
la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de
raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no
haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria
de mi grande amor.
El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la
mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se
publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían
sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía
el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé
mientras estaba el
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