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Neutralidad Ciudadana


Enviado por   •  11 de Noviembre de 2014  •  1.799 Palabras (8 Páginas)  •  258 Visitas

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NEUTRALIDAD CIUDADANA, SANDEL.

“PUEDE QUE APAREZCA QUE PEDIR A LOS CIUDADANOS DEMOCRÁTICOS QUE DEJEN SUS CONVICCIONES MORALES Y RELIGIOSAS A UN LADO CUANDO ENTRAN A LA ESFERA PÚBLICA ES UNA FORMA DE GARANTIZAR LA TOLERANCIA Y EL RESPETO MUTUO. EN LA PRÁCTICA, SIN EMBARGO, LO CIERTO PUEDE SER TODO LO CONTRARIO. DECIDIR SOBRE IMPROTANTES CUESTIONES PÚBLICAS PRETENDIENDO UNA NEUTRALIDAD INASEQUIBLE ES UNA RECTA PARA EL RESENTIMIENTO Y LAS REACCIONES VICERALES EN SENTIDO CONTRARIO”.

Toda vez que las relaciones entre el derecho, la política y la religión en la sociedad actual suelen oscilar entre el laicismo y el fundamentalismo, he argumentado en otro lugar que dichos fenómenos están mal planteados y requieren una reformulación teórica que contribuya a consolidar un debate democrático razonable y constructivo (Garzón, 2008).

Immanuel Kant sostenía que el uso que un predicador comisionado a tal efecto hace de su razón ante su comunidad es meramente un uso privado; no solo porque aunque sea muy numeroso su auditorio siempre constituirá una reunión doméstica, sino, además porque él, en cuanto sacerdote, no es libre, toda vez que tan solo está ejecutando un encargo ajeno. Sólo cuando aquél habla mediante sus escritos en forma docta al público en general disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su razón, para servirse de la misma y hablar en nombre de su propia persona (Kant, 2010).

Al respecto, conviene aclarar que, si el ciudadano suscribe doctrinas omnicomprensivas, es lógico que puedan libremente dirigirse a él los encargados de ilustrarlas. Igual libertad tiene este para acoger o desechar sus pronunciamientos. Esta actitud, lejos de levantar sospechas sobre presuntas indebidas injerencias, sería precisamente síntoma del afán de esas confesiones por lograr apoyos mediante la argumentación pública, renunciando a todo uso opresivo del poder, a la imposición de cosas que unos tienen por verdad y otros no, o al mandato de adhesión sin mayores justificaciones ni explicaciones racionales bajo un falaz argumento de autoridad (Ollero, 2010: 23). Además del carácter público y discursivo de la verdad, que legitima la intervención y exposición pública por parte de las autoridades religiosas de los argumentos que las sustentan, hay que advertir que la misma objeción conlleva un sinsentido político, y es que, en un tiempo en que existen tantos problemas públicos que exigen respuestas éticas y morales, nos veríamos abocados a una intolerante paradoja: que sólo podrían intervenir en el debate los convencidos de que lo que proponen no es verdad (Ollero, 2010: 62) o quienes, desde una postura libertaria, pretenden dejar toda decisión al arbitrio individual.

A estos planteamientos subyace una radical oposición entre verdad y democracia, la cual desconoce que una forma deliberativa de la política trae consigo la sensibilidad por la verdad (Habermas, 2006: 152). Como consecuencia de ello, impide que se contemple la posibilidad de que en la democracia se reconozca la existencia de unos presupuestos éticos y antropológicos que son evidentes, universales y perennes, los cuales hacen posible la elección de determinadas soluciones políticas en vez de otras (Garzón, 2009: 313). Tanto el pensamiento débil como el ''relativismo mínimo'' echan por la borda el núcleo mismo de la pretensión cognitiva de las razones religiosas. Por ello no puede ser tomado en serio para responder a dicha objeción.

''sin una opinión pública saludable y transparente, gracias a la cual los ciudadanos disponen de medios y oportunidades para componer un juicio informado y decidir de modo razonable y responsable, no hay democracia valiosa''. Por consiguiente, en vez de hacer caso omiso de las convicciones religiosas que nuestros conciudadanos llevan consigo a la vida pública, ''deberíamos tratarlas más directamente, a veces poniéndolas en entredicho y plantándoles cara, a veces escuchándolas y aprendiendo de ellas'' (Sandel, 2011: 304).

Michael Sandel (2011: 275-276) ha puesto de presente la contradicción de la postura laicista liberal en este punto: ''puede que parezca que pedir a los ciudadanos democráticos que dejen sus convicciones morales y religiosas a un lado cuando entran en la esfera pública es una forma de garantizar la tolerancia y el respeto mutuo. En la práctica, sin embargo, lo cierto puede ser lo contrario. Decidir sobre importantes cuestiones públicas pretendiendo una neutralidad inasequible es una receta para el resentimiento y las reacciones viscerales en sentido contrario. Una política vaciada de un compromiso moral sustantivo conduce a una vida civil empobrecida. Además, brinda una invitación a los moralismos estrechos de miras e intolerantes. Los fundamentalistas vuelan donde los liberales no osan ni pisar''. Pero además, el intento de presentar a quien suscribe convicciones religiosas como un ciudadano peculiar, o incluso peligroso, no deja de resultar arbitrario, pues ningún ciudadano deja de suscribir –aunque sea implícitamente– una concepción del bien (Ollero, 2010: 17) y de la justicia que tiene por ciertas y verdaderas (Raz, 2001: 82-83).

La segunda razón de la validez de la intervención de los ciudadanos en términos puramente religiosos y que denomino pro-religión, consiste en que una sociedad crecientemente atomizada y altamente individualista como la nuestra no puede ignorar y, menos aún descartar, el potencial de cohesión, identidad, solidaridad y conciencia normativa que le aportan las tradiciones religiosas. En este sentido, Robert Spaemann (2004: 240) escribe acerca de la dignidad humana, principio rector del Estado constitucional, que sólo la religión ofrece un contenido definitivo a la idea de una dignidad humana que no es proporcionada por la sociedad, sino presupuesta por ella. Cuando este contenido falta, se despliega una funesta dialéctica de liberalismo y colectivismo: la alegación ilimitada

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