RESUMEN CAPITULO LA FORMULA PREFERIDA DEL PROFESOR
Enviado por Elder Milian Milian • 1 de Agosto de 2017 • Resumen • 1.697 Palabras (7 Páginas) • 4.856 Visitas
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CADA VEZ QUE VEÍA NÚMEROS PRIMOS me acordaba del profesor. Aparecían con disimulo en cualquier lugar del paisaje cotidiano. En las etiquetas del supermercado, en los números de las placas de las casas, las tablas de los horarios de autobuses, la fecha de caducidad del jamón en dulce, las puntuaciones de los exámenes de Root… Aunque todos ellos cumplieran fielmente su misión oficial, a la vez amparaban con firmeza su recóndito significado originario. No me daba cuenta enseguida, claro está, si se trataba de un número primo o no. Y otras veces, aunque mi primera impresión era que se trataba de un número primo, al final conseguía encontrar un divisor. Me vino entonces a la mente lo que decía el profesor: —El orden de los números, precisamente porque no sirve para la vida real, es hermoso. A lo que añadía: —Aun cuando se aclare la naturaleza de los números primos, no digo que la vida se vuelva más fácil o agradable ni que se gane más dinero. Del estudio de la elipse resultó la órbita planetaria, y de la geometría no euclidiana, la forma del universo mostrada por Einstein. Los números primos fueron incluso cómplices de la guerra pues sirvieron de base para los mensajes en clave. Resulta. Parece que tu hijo se ha metido en un lío. No sabemos exactamente qué está ocurriendo, pero ve de inmediato. Es una orden del jefe. La administrativa de la Agencia Akebono me llamó a la sede del asesor fiscal cuando me disponía a preparar la cena, una vez regresada de la compra. No me dejó ni tiempo para preguntarle «¿Qué ha hecho mi hijo?», y colgó el teléfono.
El silencio se prolongó durante unos instantes. —Ustedes… —abordó el asunto la viuda, mientras rasgaba la mesa con las uñas—. ¿Qué se traen entre manos? En cuanto logré calmar mi respiración, dije: —Eh… ¿Ha hecho mi hijo algo inconveniente? Root estaba con la cabeza gacha, manoseando la gorra sobre sus rodillas. —Déjeme preguntar a mí. ¿Qué necesidad hay de que venga a esta casa de mi cuñado el hijo de una asistenta a la que se despidió? El esmalte de uñas de la viuda se había desconchado y un polvillo se esparció sobre la mesa. —Yo no he hecho nada malo —murmuró Root sin levantar la cabeza. —Es lo que dice el hijo de la asistenta que dejó de trabajar aquí hace tiempo —dijo la viuda interrumpiendo a Root. Hacía lo imposible por no mirar a Root, mientras iba repitiendo «El hijo, el hijo…». Tampoco dirigió su mirada al profesor. Se comportó desde el principio como si ellos no hubieran estado nunca allí. —Bueno, yo diría más bien que no es una cuestión de necesidad… —le contesté sin haber sido capaz de comprender la situación—. Me parece que ha venido tan sólo a jugar y a estar un rato en su compañía. —Quería leer con él La historia de Lou Gehrig, que he sacado de la biblioteca —dijo Root levantando por fin la cara. —¿A qué dice usted que juegan un hombre con más de sesenta años y un niño de diez? Volvió a ignorar las palabras de Root. —No tengo palabras para lamentar que mi hijo haya venido aquí, sin haberme pedido permiso ni pensar en las circunstancias, a causarle molestias. No he sabido vigilarlo de más cerca. Lo siento mucho. —No. No estoy hablando de esto. Lo que me pregunto es cuáles son sus propósitos al enviar a su hijo a casa de mi hermano político a pesar de haber sido usted despedida. Los ruiditos de las uñas sobre la mesa empezaban a resultarme desagradables. —¿Propósitos? Me parece que se equivoca en este asunto. Es un niño, sólo tiene diez años. Habrá venido a jugar porque querría jugar. Encontró un libro interesante, que quería que también leyera el profesor. ¿No le parece suficiente? —Sí, claro que sí. Los niños no suelen tener mala intención. Por eso precisamente le pregunto a usted qué pretende. —No deseo otra cosa sino que mi hijo sea feliz. —Así pues, ¿por qué mete en medio a mi hermano político? Salieron de noche, los tres, y se quedaron ustedes a dormir para cuidarlo. No recuerdo haberle pedido que hiciera tal cosa. La asistenta sirvió el té. Cumplía fielmente con su trabajo. Fue llenando las tazas sin un ruido y no dijo palabra. Era evidente que no se pondría de mi parte. Se retiró a la cocina rápidamente, dando a entender que no tenía intenciones de complicarse la existencia. —Reconozco que me he extralimitado en mi deber. Pero no ha habido mala intención ni propósito oculto. La cosa es más simple. —¿Dinero? —¿Dinero? —repliqué con voz aguda, sorprendida ante una palabra tan inesperada—. Eso sí que no puedo pasárselo. Además, delante del niño. Retire por favor lo que acaba de decir. —Pues otra cosa no resulta imaginable. Quiere congraciarse con mi cuñado y engatusarlo. —Qué absurdo… —Tengo entendido que, en teoría, usted ya ha sido despedida. No debería tener nada que ver con nosotros. —Un poco de calma, por favor. —Oiga… —volvió a aparecer la asistenta. Se había quitado el delantal y llevaba el bolso colgado del brazo—. Ya es la hora, así que me voy. Se marchó sin hacer ningún ruido, igual que cuando había servido el té. La seguimos con la mirada. El pensamiento del profesor se fue haciendo cada vez más denso, y la gorra de Root estaba tan arrugada que parecía deforme. Suspiré hondamente. —¿Y si se debiera a que somos amigos? —dije—. ¿No se puede ir a jugar a casa de un amigo? —¿A qué amigos se refiere? —A Root, a mí misma y al profesor. La viuda ladeó la cabeza en señal de negación. —Puede que usted se haya equivocado en sus cálculos. Mi hermano político no tiene fortuna. La que heredó de sus padres la invirtió por completo en las matemáticas, y desde entonces no ha recibido ni un solo yen. —Eso no me incumbe. —Mi hermano político no tiene amigos. Perdone que le diga que nunca ha venido a visitarle ninguno. —En tal caso, Root y yo somos sus primeros amigos. En ese momento el profesor se levantó de repente. —¡No, no es posible! ¡No es tolerable herir los sentimientos de un niño! Y mientras lo decía, sacó un papel de apuntes del bolsillo, garabateó algo en él, lo puso en el centro de la mesa y se marchó de la habitación. Fue un gesto resuelto, como preparado con antelación. No había en él ni ira ni confusión, sólo un silencio envolvente. Nosotros tres, callados y abandonados por el profesor, clavamos los ojos en el papel de apuntes. Permanecimos así durante un rato, sin movernos. La viuda había dejado de hacer ruido con las uñas. Entendí que poco a poco iban desapareciendo de sus pupilas la turbación, la frialdad y la duda.
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