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Tropico De Capricornio


Enviado por   •  12 de Febrero de 2012  •  1.998 Palabras (8 Páginas)  •  526 Visitas

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Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio nunca hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía en seguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara. Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal, etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo. Desde el principio mismo debí de haberme ejercitado en no desear nada demasiado ardientemente. Desde el principio mismo, fui independiente, pero de forma falsa. No necesitaba a nadie porque quería ser libre, libre para hacer y dar sólo lo que dictaran mis caprichos. En cuanto esperaban algo de mí o me lo pedían, me plantaba. Esa fue la forma que adoptó mi independencia. En otras palabras, estaba corrompido, corrompido desde el principio. Como si mi madre me hubiera amamantado con veneno, y, aunque me destetó pronto, el veneno permaneció en mi organismo. Parece ser que, incluso cuando me destetó, me mostré completamente indiferente; la mayoría de los niños se rebelan, o fingen rebelarse, pero a mí me importaba un comino. Era un filósofo, siendo todavía un niño de mantillas. Estaba contra la vida, por principio. ¿Qué principio? El principio de la futilidad. Todos los que me rodeaban luchaban sin cesar. Por mi parte, nunca hice un esfuerzo. Si parecía que hacía un esfuerzo, era sólo para agradar a alguien; en el fondo, me importaba un bledo. Y si pudierais decirme por qué había de ser así, lo negaría, porque nací con una vena de maldad y nada puede suprimirla. El recuerdo más temprano que tengo es el del frío, la nieve y el hielo en el arroyo, de la escarcha en los cristales de las ventanas, del helor de las verdes paredes maderosas de la cocina. ¿Por qué vive la gente en los rudos climas de las zonas templadas, como las llaman impropiamente? Porque la gente es idiota por naturaleza, perezosa por naturaleza, cobarde por naturaleza. Hasta que no cumplí diez años, nunca me di cuenta de que existían países «cálidos», lugares donde no tenías que ganarte la vida con el sudor de la frente ni tintar y fingir que era tónico y estimulante. En todos los sitios donde hace frío hay gente que se mata a trabajar y, cuando tienen hijos, les predican el evangelio del trabajo, que, en el fondo, no es sino la doctrina de la inercia. Mi familia estaba formada por nórdicos puros, es decir, idiotas. Suyas eran todas las ideas equivocadas que se hayan podido exponer en este mundo. Una de ellas era la doctrina de la limpieza, por no hablar de la de la probidad. Eran penosamente limpios. Pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la oscuridad. Después de comer, se lavaban los platos con presteza y se colocaban en la alacena; después de haber leído el periódico, se plegaba cuidadosamente y se guardaba en un estante; después de lavar la ropa, se planchaba y doblaba y luego se guardaba en los cajones. Todo se hacía pensando en el mañana, pero el mañana nunca llegaba. El presente sólo era un puente, y en él siguen gimiendo, como el mundo, y ni a un solo idiota se le ocurre volar el puente. Mi amargura me impulsa con frecuencia a buscar razones para condenarlos, para mejor condenarme a mí mismo. Pues soy como ellos también, en muchos sentidos. Durante mucho tiempo creía que había escapado, pero con el paso del tiempo veo que no soy mejor, que soy un poco peor incluso, porque yo vi siempre las cosas con mayor claridad que ellos y, sin embargo, seguí siendo incapaz de cambiar mi vida. Cuando rememoro mi vida, me parece que nunca he hecho nada por mi propia voluntad, sino siempre apremiado por otros. A menudo la gente me toma por un aventurero; nada podría estar más alejado de la verdad. Mis aventuras han sido siempre casuales, siempre impuestas, siempre sufridas en lugar de emprendidas. Pertenezco por esencia a ese pueblo nórdico, altivo y jactancioso que nunca ha tenido el menor sentido de la aventura, a pesar de lo cual ha recorrido la Tierra y la ha vuelto del revés, esparciendo vestigios y ruinas

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