Proyecto Paloma
Enviado por kryanny • 8 de Diciembre de 2011 • 3.304 Palabras (14 Páginas) • 993 Visitas
EL PROYECTO PALOMA (1979)
Irving Wallace
A mis tres venecianos preferidos
SYLVIA, DAVID, AMY
con cariño
IRVING
El último enemigo destruido será la muerte.
I Corintios, 15, 26
1
Mientras tomaba la pluma, sosteniéndola
momentáneamente en suspenso sobre la página en
blanco —con fecha 15 de agosto— del diario, contempló
su mano surcada por las venas, y en la que se
entrecruzaban las delicadas arrugas de la vejez, y se
sorprendió de su firmeza. Hubiera debido estar
temblando de emoción. ¿Acaso Arquímedes, al observar
mientras se bañaba que subía el nivel del agua y
descubrir así el principio del desplazamiento de los
líquidos, no había saltado de la bañera y había echado
a correr desnudo por las calles de Siracusa gritando:
«Eureka!»? Sin embargo, a diferencia de Arquímedes,
él había visto acercarse su descubrimiento a cada mes
que pasaba. Al principio con incredulidad, y después
con dudas cada vez menores, había visto cómo iba
ocurriendo. Y al final, hacía quince minutos, el proceso
había concluido definitivamente. La absoluta certeza. La
confirmación.
Eureka!
Acercó con segura mano la pluma al papel y empezó
a anotar rápidamente el trascendental acontecimiento,
tal vez el mayor hallazgo en toda la epopeya de la raza
humana. Escribió:
Lo que Ponce de León buscó tan desesperadamente
en la tierra de Bimini, lo he encontrado yo en el
Cáucaso. Tras doce años de incesantes investigaciones
y experimentos en mi Londres natal, en mi Nueva York
adoptivo y en lugares tan remotos como Vilcabamba,
en Perú, y Hunza, en Pakistán, lo he encontrado en mi
laboratorio de las afueras de Sujumi, en la región de
Abjasia de la Georgia soviética. A las cinco y cuarto de
esta tarde, he tenido la seguridad. Ha sido como si
hubiera encontrado la llave, la hubiera girado en la
cerradura y se hubiera abierto la puerta de la
prolongación de la vida. A partir de hoy, mi fórmula,
a la que he denominado C-98, extenderá la longevidad
de todos los seres humanos de la tierra desde un
promedio de setenta y dos años a un promedio de
ciento cincuenta. Tal vez sea éste el primer paso en el
camino de la inmortalidad. Pero, de momento, ya es
suficiente. Poder duplicar con creces la duración de la
vida de todos los hombres, mujeres y niños de la
tierra... sin duda, el más significativo, el más deseado
y tal vez el mayor descubrimiento de la historia de la
ciencia.
Comprendo ahora que estoy aterrado, anonadado
por la inmensidad de lo que acaba de ocurrir. Estoy
empezando a darme cuenta. Tengo que dejarme de
reflexiones. Ha llegado el momento de celebrarlo. Le
diré a Vasily que traiga el champán que llevo tanto
tiempo guardando para este día. Informaré a Leonid
y le pediré que brinde conmigo. Y la semana que viene,
en el Congreso Internacional de Gerontología de París,
lo anunciaré al mundo.
Había empezado a temblarle la mano, y dejó la
pluma.
Para ser un hombre de setenta y cuatro años, que
además sufría de una ligera artritis en las rodillas, se
levantó del sillón del escritorio con gran rapidez y vigor.
Se sentía más alborozado que nunca.
—¡Leonid! —gritó súbitamente hacia el otro lado del
salón—. ¡Leonid, lo he encontrado!
El profesor Davis MacDonald se hallaba
profundamente hundido en el sofá marrón pardusco,
sosteniendo en la mano la copa vacía y tratando de
enfocar a los dos Leonids sentados en el sillón que tenía
enfrente, al otro lado de la mesita.
Llevaba medio siglo sin emborracharse así,
exactamente desde aquella noche de su juventud en que
había abandonado Oxford para trasladarse a Londres.
Resultaba agradable sentirse tan aturdido, olvidar los
miles de pensamientos que hasta entonces habían
agobiado su cerebro y que en aquel instante se habían
disipado en las brumas del champán.
—Leonid —se dirigió a su ayudante de laboratorio.
—Sí, profesor.
MacDonald forzó la vista y logró por fin distinguir a
un solo Leonid, sosteniendo también una copa y
esperando atentamente sus palabras. Contempló a su
ayudante con cariño. Aquel judío ruso de treinta y dos
años, con su despejada frente, sus pobladas cejas y sus
delicados labios, era una de las pocas personas de la
URSS, en aquel alejado rincón del país junto al Mar
Negro, en quien podía confiar y con quien se sentía
cómodo. Seis años antes, tras haber sido invitado a
pronunciar una conferencia en el Instituto de
Gerontología de Kiev, MacDonald había solicitado
permiso para realizar investigaciones en la República de
Abjasia, en la que, según tenía leído, sobre una
población de medio millón de habitantes, se registraba
la considerable cifra de cinco mil centenarios en
perfecto estado de salud. Le habían concedido el
permiso, al igual que solían hacerlo con otros
gerontólogos extranjeros que estaban dispuestos a
compartir sus descubrimientos con la Unión Soviética
y los científicos de todas las naciones. MacDonald se
había trasladado a Sujumi, la capital de Abjasia, una
tranquila ciudad portuaria de cien mil habitantes, en las
afueras de la cual había alquilado una espaciosa casa,
transformando la mitad en laboratorio. Durante su
primera semana de estancia, en una visita al Instituto de
Gerontología de Sujumi, había conocido a Leonid; como
el joven era de su agrado, tras solicitar la
correspondiente autorización le había contratado. Poco
después, un funcionario gubernamental insistiría en que
debía tener a alguien que cuidara de la casa, enviándole
para ello a Vasily, un alto y silencioso georgiano de
cerca de treinta años, con cara de momia egipcia. Tanto
Leonid como Vasily hablaban inglés. Sin embargo, a
diferencia de Vasily, seleccionado por otros, Leonid
había sido elegido por el propio MacDonald, quien, por
esta causa, había confiado en él desde un principio.
—¿Sí, profesor? —oyó que repetía Leonid.
Trató de recordar lo que había
...