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Adolfo Bioy Casares


Enviado por   •  27 de Mayo de 2015  •  Biografía  •  2.786 Palabras (12 Páginas)  •  183 Visitas

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lunes, 1 de julio de 2013

Todas las mujeres son iguales

Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares (1914-1999)

Últimamente el argentino salió a probar mejor suerte en el extranjero, lo que antes no era imaginable, y formó grupos o colonias por todo el mundo, al extremo de que si usted, en sus largos viajes, se halla un tanto perdido y nostálgico, deténgase a oír el rumor de la ciudad, sea ésta cual fuere, como quien escucha un caracol; no tardará en descubrir voces que le probarán cuánto se alargó en estos años la calle Corrientes (porque no es Rivadavia, sino Corrientes, con sus tapes de la catorce provincias, que hoy son no sé cuántas, con su olor a grasa enfriada, de las pizzerías, la que alcanzó los puntos más remotos de Europa y de Norteamérica). En mi tiempo no era así. Había gente en Londres con alguna noticia de nuestro campo y de nuestros ferrocarriles. Los franceses, los de París al menos, tuvieron trato con el tango, con la gomina, con los trasnochadores, y aún es fama que el espíritu curioso desentrañaba, en los aledaños de la Madeleine, un almacén que vendía yerba y dulce de leche. No hablo de Italia, tierra de los mayores, ni de España, donde nunca nadie se creyó lejos de la Avenida de Mayo; pero la verdad es que en el resto del globo la República Argentina no era entonces mucho más que un nombre prestigioso. ¿Qué fue de ese prestigio? Ahora cualquier italiano sentencia: Argentini, taquini.

Otro paraje donde el criollo vio siempre compartida su admirable fe en la realidad de la patria es Pau. En la capital del Bearn –levantada sobre alturas diversas, aun superpuestas, tan hermosa que alguien la reputó, junto a Grenoble, una de las dos ciudades más hermosas de Francia–, el nombre del propietario pintado en el frente de la droguería, de la carpintería, de la panadería, de la herrería, de la peluquería o de la fonda, sugiere que el peregrino se halla de vuelta en el corazón de la República, precisamente en los partidos del Azul, de Olavarría, de Tapalqué y, por cierto, de Las Flores.

En Pau, una noche de fines de otoño de 1937 vi por última vez a Margarita. Yo vagaba un poco perdido, sin saber qué hacer de mi persona, por los salones desvaídos y monumentales del Hotel de France, en un té de beneficencia al que me había arrastrado la belle madame Cazamayou, conocida también como la Hija de la Tienda (porque su padre es dueño de la tienda de la Poste, famosa por los manteles de hilo blancos y grises con escenas de la vida de Enrique IV: Levántate Sully, van a creer que te perdono, Seguid mi penacho blanco, etc.). Como la belle madame –blanca, opulenta, con su descomunal rodete rubio– debía atender a todos y no quería malgastar sus minutos conmigo, retuve, perorando sobre el tiempo, sobre cuánto me gustaba Pau, sobre los méritos relativos de los hoteles de France y Continental, retuve, ahora confieso, hasta donde el decoro y el amor propio lo permitieron, a un escribano amigo y a su familia, para caer muy pronto en una soledad de la que no tenía esperanzas de salir, cuando me hallé entre los brazos rosados, frescos y fragantes de Margarita.

Diríase que desde entonces la luz del mundo cambio para mí. Margarita era la mujer más linda de la reunión. La tomé de la mano por el placer de tocarla y para que todos vieran que yo no estaba tan desamparado y tan huérfano.

Mientras tanto, abriéndose paso entre la muchedumbre, progresaba hacia nosotros, con ceremoniosa lentitud, un caballero alto, canoso, de cara inexpresiva pero hecha de cartón o de madera, vagamente parecido a ese rey de Suecia que logró fama de tenista mediocre. Margarita murmuró:

–Mi marido.

La solté rápidamente, pero ella, retomando mi mano, dijo:

–El vejete no importa.

La aparición de este personaje, que me había alarmado, dio ocasión de una nueva gama de placeres: presentarlo a la belle madame, al escribano y a su familia, demostrarles que tengo por el mundo mi reserva de amigos (no podían saber desde cuándo lo conocía). El caballero se inclinaba un poco, levantaba otro poco la mano de las damas, les besaba los guantes negros o grises con una cortesía quizá lúgubre, pero elegante.

–Esto es una droga –suspiró Margarita–. Llévame a bailar a Biarritz.

–De acuerdo –contesté–, pero primero vamos a comer. Verte despierta el hambre.

Yo quería ganar tiempo en la esperanza de salvarme del largo viaje a Biarritz. Mi amiga respondió:

–A mí también.

No sé qué quiso decir.

–¿Habrá que llevar a tu marido?

–¿Estás loco? Gustav no cuenta. Tiene eso de simpático y de práctico: uno puede olvidarlo en cualquier parte.

La llevé a un restaurante de la calle Barthou llamado Chez Pierre. Nos atendió un criado viejo de saco negro; sospecho que se trata de Pierre en persona. Por una mueca de Margarita descubrí que el saloncito del piso alto donde nos metieron, con paredes desnudas, de zócalo pintado, con sillas de esterilla y madera rubia, rodeando una mesa evidentemente destinada a familias burguesas, no la deslumbró. Las mujeres, aunque tienen el vigor del caballo, se deprimen por todo. Un restaurante las deprime; prefieren comer en uno de esos lugares donde suena un piano y donde, al favor de la oscuridad, se besuquean las parejas y tal vez ingieren cucarachas. Yo olvido estas preferencias y, a lo largo del tiempo, con diversas mujeres cometo idénticos errores. En la noche de mi relato, Pierre me reivindicó, exaltó mi fama de hombre conocedor, conquistó (para mi causa, desde luego) a Margarita bajo el peso de un caldo con migas de pan tostado, al que siguieron paté de pato con salsa de uvas y fondos de alcauciles, truchas del gave, ortolans con papas fritas (no indignas del Perosio y del Pedemonte), quesos camembert y del país, omelette surprise y un café que no valía la pena. Pedí un vinito del Jurançon y, por indicación de mi compañera, un vino tinto. En homenaje a Toulet, me mantuve fiel a Jurançon, hasta que trajeron el champagne dulce al promediar el postre. Cuando salimos a la calle miré las personas de la ciudad dormida y anuncié

–Ahora a casita. ¿O quieres todavía dar una vuelta?

–¿Una vuelta? Me llevas a Biarritz a bailar.

–¿Con todo lo comido? Tu cuarto y tu cama te esperan. ¿No te atraen?

–Nunca me atraen. Me deprimen. ¿Conoces mayor depresión que la de un cuarto de hotel? Quizá la de la propia casa. Me gusta que me lleven de paseo. De noche, de madrugada, soy andariega, como los gatos. Lo único que me deprime un poco es el café con leche, con pan y manteca a la mañana temprano en un bar recién abierto, con las sillas patas arriba sobre las mesas y un lavacopas fregando el piso; pero

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