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Enviado por   •  13 de Enero de 2014  •  1.773 Palabras (8 Páginas)  •  219 Visitas

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EL QUEHACER ÉTICO

UNA GUÍA PARA LA EDUCACIÓN MORAL

Adela Cortina

Esta es la función que pretende cumplir esta pequeña guía: la de servir de orientación a quienes, por virtud o por necesidad, se interesan por la ética en general y por la educación moral en particular.

En lo tocante a la primera, quisiéramos dar noticia ¬de su objeto, qué es la moral, de su situación en el mundo del saber, como también de las principales corrientes actuales y su significado.

Y en lo que a la educación moral respecta, nos proponemos ofrecer un modelo diseñado, no al azar, sino desde el hilo conductor de distintas propuestas éticas, hoy ya irrenunciables. De cada una de ellas iremos extrayendo los valores y las actitudes concretas que se siguen para ir conformando los rasgos, no de una persona ideal, sino sencillamente de una persona moralmente bien educada a la altura de nuestro tiempo.

Lógicamente, la idea de moral que perfilaremos está indisolu¬blemente conectada con el modelo de educación moral que vamos a ofrecer. Y es que, en definiti¬va, a menudo nos parece estúpido o incluso perjudicial educar moralmente porque tenemos una idea bastante peregrina acerca de ese territorio, tan próximo y tan lejano, que es el mundo moral. Lejano, porque ha sido totalmente desvir¬tuado en multitud de ocasio¬nes. Cercano, porque ser moral es una de las caracte¬rísticas que acompaña de forma inevitable a cualquier persona.

No digamos ya lo célebre que ha venido a hacerse lo moral en los últimos tiempos en la vida pública, gracias a los escándalos de corrup¬ción, las escuchas ilegales, los diversos terrorismos, el tráfico de influencias, y todo ese conjunto de desacatos contra el sufrido "pueblo sobera¬no", que han conseguido por fin arrebatarle -o casi arrebatarle- un bien preciado: la capacidad de asombro.

La ciudadanía ya no se extraña de nada, pero constan¬temente reclama una moralización de la cosa pública, luego algo entenderá de moral cuando pide que aumente.

Lo que le parece más extraño es la ética. Porque la ética, como filosofía moral que es, trata de lo moral con un lenguaje filosófico que las más de las veces parece una "jerga de rufia¬nes". El lenguaje de los filósofos resulta esotéri¬co, y preciso es reconocer que muchos de ellos se esfuerzan por que lo sea. En ocasiones, porque ellos mismos no entienden lo que dicen y en la ceremonia de la confusión todos los gatos son pardos. Y otras veces por prestar a su saber un cierto grado de sublimidad.

En efecto, dan las gentes en creer que lo ininteli¬gible es más profundo que lo diáfano, y por eso al terminar alguna conferencia totalmente abstrusa, suelen comentar enfervorecidas: "¡Qué nivel! ¡Qué profundi¬dad!". Sólo que con el tiempo se cansan, porque aquello que para ser entendido exige un cierto esfuerzo estimula el interés y enseña cosas nuevas; pero lo que, con esfuerzo o sin él, rebasa nuestra capacidad de compren¬sión acaba suscitando la más profunda apatía. A la larga, la ininteligibi¬li¬dad tiene, lógicamente, un efecto disuasorio y no provocativo, y las gentes acaban pensando que allá se las compongan los intelec¬tuales con su jerga esotérica.

Por eso llevaba razón Ortega al afirmar que la claridad es la cortesía del filósofo, pero aún se quedaba corto: es un deber moral, no sólo de los filósofos, sino de todas las gentes que se preocupen por construir un mundo más humano, porque ese mundo no puede edificarse desde la mutua incomprensión, sino desde la comprensión recíproca.

Cosa que en ética no resulta imposible. En primer lugar, porque, como hemos dicho, trata sobre algo que todos llevamos en el cuerpo -es decir, la moral- y por eso tenemos las antenas preparadas para sintonizar con lo que sobre ella se diga. No hay nadie amoral, entre otras razones, porque todos entendemos algo cuando se utilizan términos propios del lenguaje moral, tales como "honradez", "justicia" o "lealtad".

Pero, en segundo lugar, la ética es especialmente accesible a cualquier persona porque el lenguaje que emplea es el llamado "lenguaje ordinario", el que habla el ciudadano de a pie, y no un lenguaje formalizado, como el de la lógica o las matemáticas.

Sólo que -y esto sí ha de tenerse en cuenta-, a fuerza de siglos de reflexión filosófica, algunos términos de ese lenguaje cotidiano se han cargado ya de un significado que sólo suelen reconocer en toda su profundidad los que se han dedicado a estudiarlo; y, por otra parte, los profesio¬nales de la ética, como ocurre constante¬mente en los distintos ámbitos de la vida social, emplean para dialogar entre ellos expresiones que funcionan como claves; claves que, en este caso, no precisan ser descifradas.

Supongamos que un ético dice: "me refiero a la idea de felicidad en el sentido de Aristóteles". Naturalmente, quien no sepa nada de la ética aristotélica tampoco entenderá en qué sentido está empleando el término el hablante; pero, si se trata de gentes que conocen la propuesta de Aristóteles, resultaría interminable explicitar en cada caso en qué sentido se está utilizando el término "felicidad".

Cosa que ocurre, no sólo en los lenguajes técnicos, sino en el

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