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Trasímaco en la República


Enviado por   •  6 de Octubre de 2014  •  Tesis  •  2.138 Palabras (9 Páginas)  •  243 Visitas

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, o como indica Trasímaco en la República, por cualquier gobierno que ostente el poder, a fin de ampliar sus intereses. Si ésta parece una posición extrema -y lo es-, refleja con exactitud una ambivalencia muy generalizada no sólo hacia la justicia sino hacia todas las «virtudes» cívicas. Por supuesto se admitía que uno tenía obligaciones para con su ciudad, y para con sus conciudadanos; pero también había otros grupos de obligaciones concurrentes respecto a otros grupos en el seno de la ciudad -los socios, amigos, o la familia de uno. Algo más crucial era el firme sentido que tenía el ciudadano varón de su propia valía, y de estar en un estado de permanente competencia con los demás. A falta de cualquier noción de imperativo moral, de un «debe» que de algún modo lleve consigo (por vago que sea su sentido) su propia marca de autoridad, siempre podía plantearse la cuestión de por qué hay que cumplir obligaciones cuya fuerza parecía estar en proporción inversa a su distancia del hogar (por supuesto en otras sociedades puede surgir la misma actitud); en la Inglaterra y los Estados Unidos de la actualidad, por ejemplo, políticos, periodistas y otros aliados de la derecha conservadora parecen dispuestos a fomentarla. Pero lo más probable es que haya sido más acusada en una sociedad como la de la antigua Atenas, que nunca conoció un consenso moral liberal de ningún tipo.

Tampoco, cuando en el Gorgias Sócrates adopta el criterio del autointerés, está simplemente tomando la posición de su oponente, o arguyendo ad hominem . Aunque en su opinión -una vez más, si podemos creer en el testimonio de Platón- había dedicado toda su vida al servicio de los atenienses, intentando incitarles a la reflexión activa sobre la conducción de su vida, la idea de que el servicio a los demás pueda ser un fin en sí apenas parece aflorar en todos sus argumentos explícitos. Si, como creía, todos buscamos la eudaimonía esto quiere decir la nuestra propia y no la de otro. Por ello, también para él, el hecho de que determinados tipos de conducta parecían suponer la preferencia de los intereses de los demás al propio interés era el problema mismo, no la solución; y cualquier defensa con éxito de la justicia y similares tenía que mostrar de algún modo que éstas iban, después de todo, en interés del agente. En este sentido hemos de comprender las famosas paradojas socráticas, de que «areté es sabiduría», y «nadie peca deliberadamente». «Si piensas con suficiente profundidad -está diciendo- siempre constatarás que el hacer lo correcto es lo mejor para ti» -y si alguien hace lo contrario, es porque no lo ha meditado suficientemente. El bien que supuestamente se desprende de la acción correcta no es de orden material, aunque incluirá el uso correcto de bienes materiales; más bien consiste en vivir una vida consumada, para lo cual la acción correcta, basada en el uso de la razón, es el principal (¿o bien único?) componente («nadie peca deliberadamente» -o bien, como suele traducirse, «nadie comete voluntariamente el mal»): ésta es la famosa negativa de Sócrates de la existencia de akrasia, o «debilidad de la voluntad». El comentario característico de Aristóteles sobre esta tesis, en la Ética a Nicómaco VII, es que difiere de forma manifiesta con respecto a los hechos observados», aunque a continuación pasa a conceder -también de forma característica que en cierto sentido Sócrates tenía razón. Lo que Sócrates negaba era que uno pudiese obrar contra su conocimiento del bien y el mal. Aristóteles opina que así es, pero en el sentido de que aquello que el placer «arrastra» u oscurece en el hombre de voluntad débil no es el conocimiento en sentido habitual, es decir el conocimiento del principio general relevante, cuanto que su conocimiento del hecho particular de que la situación actual se engloba bajo aquél.

La mayoría de los sucesores de Sócrates adopta una estrategia general parecida a ésta, aunque sólo los estoicos sienten la tentación de vincular la vida buena de forma unilateral a los procesos racionales. Para Platón y Aristóteles, el uso de la razón es una condición necesaria, no suficiente, para vivir la vida de la areté práctica. De hecho señalan que no todos los actos permiten la reflexión. Supongamos que veo a una señora mayor (no a mi abuela, o a la tía Lucía) a punto de ser arrollada por un camión de diez toneladas: si me detengo a razonar la situación, el camión se habría adelantado a la decisión que Sócrates probablemente hubiese considerado correcta. Lo que se necesita obviamente, y que ofrecen Platón y Aristóteles, es un énfasis paralelo en el aspecto de la disposición a obrar. Si hago lo correcto, y me arriesgo a hacer algo para salvar a la anciana, esto se debe en parte a que he adquirido la disposición a obrar de ese modo, o porque he llegado a ser ese tipo de persona (es decir, una persona con coraje) a pesar de lo cual cuando tenga tiempo a pararme a pensar, la razón confirmará la bondad de mi acción. Quizás Sócrates hubiese estado de acuerdo con esto como una modificación importante de su posición. O bien podría haber ofrecido un modelo de razonamiento diferente que hubiese incluido de algún modo las decisiones instantáneas, como parecen haber hecho los estoicos: si existió alguna vez, el sabio estoico evidentemente hubiese sabido qué era correcto hacer en cualquier circunstancia, y actuado en consecuencia. En cualquier caso, todos los que siguieron a Sócrates -incluso, a su modo, el hedonista Epicuro- estuvieron dispuestos a aceptar dos ideas básicas de él. En primer lugar, aceptaron que esa justificación debe ir en última instancia en el interés individual de la persona. También hay un acuerdo generalizado en que las aretai socráticas son indispensables para la vida buena. Excepto cuando, sorprendentemente, se dedica a elogiar la vida puramente intelectual, ésta parece ser la posición de Aristóteles; asimismo, los hedonistas como Epicuro insisten en que estas «virtudes» cardinales tienen un lugar, en tanto en cuanto aumenten la suma de placer. Si el placer es la única meta racional de la vida, y se define tan ampliamente -como hizo Epicuro- como la ausencia de dolor, el hacer lo justo será la forma más eficiente de evitar daños dolorosos para uno mismo, una actitud moderada hacia los placeres (en sentido ordinario) nos ahorrará tanto la frustración del deseo insatisfecho como las consecuencias de los excesos, y el coraje resultante de razonar sobre las cosas que tememos eliminará la forma más potente de angustia mental.

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