Compromiso Y Gozo De Una Vocación: Ensayo Sobre El Quehacer Terapéutico
Enviado por Chago73 • 14 de Noviembre de 2012 • 2.352 Palabras (10 Páginas) • 763 Visitas
Monterrey, N.L., a 10 de marzo de 2011
Compromiso y gozo de una vocación:
ensayo sobre el quehacer terapéutico
Corría el año de 1995 cuando emprendí una aventura, que duró siete años, con el anhelo ferviente de ser sacerdote. Entendido desde mi perspectiva, una hermosa vocación que comprende dos dimensiones: amor a Dios y amor al prójimo (a las personas). Algo así como los lados de un puente. El presbítero es el puente. Pero dicho puente es sólo una figura porque el sacerdote es un hombre, es una persona que no nace siendo sacerdote, sino que se va formando. De igual manera el psicoterapeuta, el cual no nace siendo tal, sino que se va haciendo, se va clarificando, se va actualizando en su vocación. Sí, tras pensar varios días cómo realizar este ensayo sobre el compromiso del terapeuta, la única realidad que a mi juicio proporciona una idea de lo que es este oficio es la vocación. Entendida ésta no como quehacer profesional o predestinación, sino como respuesta personal a un llamado. Y claro que esta respuesta implica un compromiso, pero no un compromiso que se vuelve carga, tedio, pesadez, sino uno que se distingue por ir acompañado de gozo, de alegría, de un sentimiento de plenitud.
Cuando ingresé al Seminario otros veinte jóvenes iniciaron el recorrido a mi lado. Sólo dos completaron la ruta y el resto nos quedamos en el camino, unos en los primeros pasos, otros a la mitad; a mí me sucedió como a Moisés: realicé toda la caminata, pero quedé frente a la Tierra Prometida. ¿Qué pasó? ¿Por qué diecinueve hombres con buenas intenciones no lograron un objetivo que se habían marcado? ¿Por qué no florecieron esas vocaciones?
No hay respuestas claras a esas interrogantes porque cada persona tiene su historia y sólo el implicado la conoce. Sin embargo, me arriesgaré a narrar lo que yo alcancé a percibir de algunos compañeros de ruta y de mi experiencia personal, con el fin de ver y entender algunas cualidades que se requieren para comprometerse verdaderamente con la vocación sacerdotal, y analógicamente, con la vocación psicoterapéutica: compromiso y gozo.
Recuerdo a Rosendo, un joven de buen corazón y con muchas ganas de ser sacerdote, dedicado a sus labores, carismático con la gente, de buen trato, humilde, ingenuo. Pero el equipo formador se vio en la necesidad de decirle que no podía continuar en el Seminario, pues tenía una deficiencia: no daba una académicamente. No se le pegaba nada, y a decir verdad durante el curso introductorio (inicio del camino) las materias eran relativamente fáciles, pero él reprobaba examen tras examen. Allí quedó “Chendo”, con muchas ganas y carisma, pero sin capacidad.
Agustín era lo contrario de Rosendo: un tipo muy hábil, inteligente, avivado, propositivo, trabajador, cumplía con las tareas asignadas con mucha facilidad, la misma facilidad tenía para estudiar, para conversar, para predicar… y para enredar a la gente. Antes de terminar los estudios de Filosofía lo despidieron del Seminario porque descubrieron que era un estafador, ya que aprovechaba sus salidas a las paroquias para envolver a la gente y “sacarles” dinero con el pretexto de que era seminarista pobre y necesitaba dinero para comer, para pagar cuotas, para comprar libros, para comprar la sotana… y para cuanta cosa se le ocurría.
El buen Mauricio, un seminarista promedio, es decir, ni tonto ni inteligente, ni bueno ni malo, ni servicial ni ogro, ni sociable ni introvertido, tomó la decisión de abandonar el Seminario al iniciar los estudios de Teología porque, según él, su familia estaba atravesando por graves problemas y él no se sentía agusto estando sin contribuir al bienestar familiar.
En mi caso, un seminarista por encima del promedio, especialmente debido a mi sobresaliente capacidad en el área académica, tomé la decisión de abandonar el Seminario, casi al concluir la formación sacerdotal, por miedo. Miedo a estar solo, a no poder con las responsabilidades de un “cura”, miedo a perder cosas valiosas como una esposa, un hijo, una vida más “normal”. A pesar de que mucha gente, incluído mi director espiritual, me decía que sí tenía las cualidades necesarias para ser sacerdote y me animaban a que sí la iba a hacer, incluso en una ocasión me dieron un reconocimiento por ser el mejor compañero del año, yo no tomé el riesgo y preferí hacerme a un lado.
¿Para que sirven estas historias? Lo que quiero ilustrar es que la vocación es tan débil como la debilidad humana. Pero también es tan fuerte como la fortaleza humana. En uno de los cursos de formación que recibí en el Seminario escuché una frase que se grabó en mi memoria: “El hombre es capaz de las peores atrocidades y también de las experiencias más sublimes”. ¿Y de qué depende que realice unas u otras?
Creo que una respuesta a esta pregunta es la responsabilidad. Cuando una persona opta libremente por una vocación debe saber que ésta conlleva cierto compromiso. Si, siguiendo la analogía que anoté más arriba, el sacerdote es un puente su compromiso tiene dos direcciones: Dios y las personas. Pero hay una responsabilidad inerente: el puente mismo. Es decir, existe un compromiso muy serio de desarrollarse humanamente, no sólo en el área intelectual o pastoral, sino de forma global. Y esta responsabilidad incluye seriedad en lo que se hace, tomar en serio la vocación, estar allí, y no sólo físicamente, sino completamente. Así, cuando un seminarista y/o sacerdote asume su responsabilidad y se compromete con su vocación se nota, porque ese seminarista y/o sacerdote es una persona feliz, disfruta lo que es y lo que hace, aún cuando esté cansado, exhausto, triste, enojado, impotente.
Así pues, el tema central de este ensayo es el compromiso que conlleva una vocación. Y al mismo tiempo reconocer que se está viviendo ese compromiso cuando experimentamos una sensación de gozo, de plenitud, algo así como estar bien cansado, pero satisfecho; o trabajar dieciocho horas en un día y al día siguiente tener energía y sensación de descanso plenos. Es decir, experimentar vitalidad. O dicho en forma más sencilla: el compromiso nos hace sentir vivos y expandidos. Por el contrario, cuando el compromiso lo experimentamos como imposición nuestra vida cada vez es más desgastante, estresada y como un peso enorme.
¿Y qué hay con el terapeuta? Creo que podemos aplicar los mismos criterios. Es decir, el compromiso de un terapeuta se traslada a su responsabilidad de ser persona. En este sentido entiendo la frase que utiliza Paco Peñarrubia: “Ser terapeuta es tan difícil y arriesgado como ser persona”.
El terapeuta es una persona cuyo quehacer
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