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Cruz De Motupe


Enviado por   •  5 de Junio de 2014  •  765 Palabras (4 Páginas)  •  286 Visitas

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El motor inmediato de la búsqueda de saber propio del ser humano está constituido por el asombro. Así lo indica uno de los más maduros diálogos platónicos. En él, después de hacerle razonar sobre «afirmaciones sorprendentes y ridículas, como diría Protágoras», y proponerle un «sencillo ejemplo», tomado de la vida más cotidiana, y al que cabría agregar «miles de ejemplos por el estilo», Sócrates arranca de los labios de Teeteto las siguientes afirmaciones: «Por los dioses, Sócrates, mi admiración es desmesurada, cuando me pongo a considerar en qué consiste realmente todo esto. Algunas veces, al pensar en ello, llego verdaderamente a sentir vértigo». A lo que Sócrates observa: «Querido amigo, parece que Teodoro no se ha equivocado al juzgar tu condición natural, pues experimentar eso que llamamos la admiración es muy característico del filósofo. Éste y no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía»[1].

El estupor como chispa que inflama el deseo de filosofar: he aquí una clave infalible para discernir las filosofías válidas, que no surgen del afán de sobrevivir, sino de la admiración. Según recuerda Zubiri, semejante estupefacción «no es un asombro cualquiera, sino que es la admiración socrática: la admiración que embarga al hombre que cree saber perfectamente aquello de que se ocupa, cuando un buen día descubre que lo que cree mejor sabido es en el fondo desconocido, ignorado»[2].

En este sentido, comenta Pieper que «filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen de ordinario»[3], y con las que tantas veces nos sentimos satisfechos. La admiración filosófica no surge, pues, cuando dirigimos nuestra mirada hacia un universo distinto de aquél en que nos desenvolvemos de continuo; muy al contrario, la filosofía —al igual que la creación poética o, en general, artística— comienza cuando, a raíz de un agudizamiento prodigioso de nuestro poder de penetración, «en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real»[4].

De esta suerte, la filosofía constituye una especie de saber-ignorante: lo estudiado por el filósofo resultará siempre, desde el inicio hasta el término de su aventura cognoscitiva, algo realmente conocido pero nunca dominado. Todo filósofo genuino debe poseer en alto grado el sentido del misterio: de lo que incluso en la realidad más ínfima supera nuestra capacidad de comprensión. Pues, en efecto, la riqueza desbordante de lo real genera en nosotros un conocimiento válido, pero siempre corto, insuficiente, teñido de ignorancia. Un saber maravilloso, pero humano, y por eso limitado, marcado por una cierta oscuridad, que incita a seguir escrutando…

Finito e imperfecto, por tanto, pero sin abandonar su índole de genuino

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