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Sigmund Freud


Enviado por   •  1 de Diciembre de 2014  •  Informe  •  2.695 Palabras (11 Páginas)  •  264 Visitas

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Sigmund Freud definió personalidad como:

El patrón de pensamientos, sentimientos y conducta que presenta una persona y que persiste a lo largo de toda su vida, a través de diferentes situaciones.

Resumen: Freud, Malestar en la cultura, V-VIII

Sigmund Freud, El malestar en la cultura, V-VIII

Resumen versión de Valeria Molina

La cultura exige sacrificios, además de aquellos que afectan la satisfacción sexual. La cultura implica necesariamente relaciones entre un gran número de personas; la cultura no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales. La realización de estos propósitos requiere ineludiblemente una restricción de la vida sexual, ¿qué es lo que impulsó a la cultura a tomar este camino?

Uno de los postulados pretendidos por la sociedad civilizada es el precepto de: “amarás al prójimo como a ti mismo” Freud explica la irracionalidad de dicho argumento; el ser extraño aparece ante mí como alguien indigno de mi amor, alguien que, con toda sinceridad, parece merecer mucho más mi hostilidad y odio. Quien no alimente el mínimo amor hacia mi persona, no merece la menor demostración de mi consideración. El ser humano no es una criatura tierna y necesitada de amor, sino un individuo entre cuyas disposiciones instintivas incluye una buena porción de agresividad. El prójimo no le representa únicamente un posible colaborador, también es un motivo de tentación para satisfacer en él su cólera innata. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre. Sin embargo, sería injusto, analiza el autor, reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competición de las actividades humanas; no obstante que dichos factores son imprescindibles, la rivalidad no necesariamente implica hostilidad.

Freud rechaza la idea de que es la institución de la propiedad privada la culpable de corromper la naturaleza humana; el instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, rige casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando ésta era aún poca cosa. Si se eliminara el derecho natural a poseer bienes, todavía subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta contrariedad entre los seres humanos. Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino a todas las tendencias agresivas, se comprenderá mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella la felicidad. El hombre civilizado ha intercambiado en ella –la civilización– una parte de posible felicidad por una parte de seguridad.

Desde un principio, en la teoría psicoanalítica, se presentan en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetales; el amor tiende hacia los objetos, la función primordial reside en la conservación de la especie –la reproducción–. Para designar la energía de los últimos instintos, Freud los llamó libidinales, dirigidos a las pulsiones amorosas en el más amplio sentido. El concepto de narcisismo introduce el reconocimiento de que también el yo está impregnado de libido, pues primitivamente el yo fue el lugar de origen y en cierta manera sigue siendo el cuartel general. Partiendo de estas especulaciones sobre el inicio de la vida, se dedujo que además del instinto que busca conservar la sustancia viva, debe existir otro, antagónico a él, que disuelva las unidades y las retorne al estado más primitivo, inorgánico: el instinto de muerte. Atenuado y sometido, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio de la naturaleza. La tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano, ésta constituye el mayor obstáculo con el que tropieza el desarrollo de la cultura. El sentido de la evolución cultural, cree Freud, ya no debe resultar impenetrable; por fuerza debe presentar la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción. La evolución cultural se define entonces, de acuerdo al autor, como la lucha de la especie humana por la vida.

¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica? La agresión es internalizada, devuelta al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, que en calidad de superyó se opone a la parte restante y asume el papel de conciencia moral. La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la califica Freud como sentimiento de culpabilidad, que se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. La cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitándolo, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior. Dado que el hombre no discierne el bien y el mal de manera natural, debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña: el miedo a la pérdida del amor. Cuando el hombre pierde el amor del prójimo pierde con ello su protección, se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor. Sin embargo, el cambio fundamental se produce cuando la autoridad es interiorizada al establecer el superyó: los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel; aquí deja de actuar el temor a ser descubiertos y la diferencia entre hacer y querer hacer el mal desparece: nada puede ocultarse al superyó, ni siquiera los pensamientos. El superyó tortura al pecaminoso yo con sensaciones de angustia. Por consiguiente, se conocen dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: el miedo a la autoridad y el temor al superyó.

Ahora bien, si al principio la conciencia moral –angustia– es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente esta situación se invierte: toda dimisión instintiva se convierte en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad e intolerancia. El efecto de la renuncia a los instintos sobre la conciencia moral se funda en que cada parte de agresión a cuyo cumplimiento desistimos es incorporada por el superyó, acrecentando su agresividad. La tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo las constantes privaciones; la frustración exterior intensifica el poder de la conciencia en el superyó.

Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los

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