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Sombras suele vestir José Bianco


Enviado por   •  12 de Septiembre de 2013  •  Resumen  •  2.445 Palabras (10 Páginas)  •  369 Visitas

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SOMBRAS SUELE VESTIR

José Bianco

I

Lo echaré de menos. Lo quiero como a un hijo. Dijo doña Carmen.

Le contestaron. Sí, usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor.

En los últimos tiempos, rehuía la mirada de doña Carmen. Una vaga somnolencia se había convertido en su estado de ánimo definitivo. Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl. El muchacho ovillaba una madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas, podía aparentar veinte años, a lo sumo, y tenía esa expresión atónita de las estatuas, llena de dulzura y desapego. De la cabeza de Raúl pasó al delantal de la mujer; observó los cuatro dedos tenaces, plegados sobre cada bolsillo; paulatinamente llegó al rostro de doña Carmen. Pensó con asombro. “Eran ilusiones mías. Nunca la he odiado, quizá”.

Y también pensó, con tristeza. “No volveré a la calle Paso”.

Había muchos muebles en el cuarto de doña Carmen. Algunos pertenecían a Jacinta. El escritorio de caoba. Allí su madre hacía complicados solitarios o escribía cartas aun más complicadas a los amigos de su marido, para pedirles dinero. El sillón con el relleno asomando por las aberturas... Observaba con interés el espectáculo de la miseria. Desde lejos parecía un bloque negro, rea-cio. Poco a poco iban surgiendo penumbras amistosas. Y se distinguían las sombras claras de los nichos. La miseria no estaba reñida con momentos de intensa felicidad.

Recordó una época. Su hermano no quería comer. Para conseguirlo escondían un plato de carne debajo del ropero, en un cajón del escritorio... Raúl se levantaba por la noche. Al día siguiente aparecía el plato vacío. Por eso, después de comer, madre e hija discurrían algún nuevo escondite. Y Jacinta evocó una mañana de otoño. Oía gemidos en la pieza contigua. Entró, se aproximó a su madre, sentada en el sillón, le separó las manos de la cara y le vio el semblante contraído, deformado por la risa. La señora de Vélez había olvidado el escondite del plato de la noche anterior. Su madre se adaptaba a todas las circunstancias con una jovial sabiduría infantil. Nada la tomaba de sorpresa. Y, por eso, cada nueva desgracia encontraba el terreno preparado. Imposible Las cosas, contempladas por su madre, parecían despojarse de todo significado moral o convencional, perdían su veneno, se sustituían las unas por las otras y alcanzaban una especie de categoría metafísica, de pureza trascendente.

Pensaba en el aire secreto y un poco ridículo adoptado por doña Carmen. La condujo a casa de María Reinoso. Era un departamento interior. En la puerta había una chapa de bronce. Decía Reinoso Comisiones. Antes de entrar, doña Carmen balbuceó palabras. Le aconsejaba. No debía hablar de María Reinoso con su madre. Y Jacinta, al vislumbrar un destello de inocencia en esa mujer tan astuta, reflexionó en la capacidad de ilusión, en la innata afición al melodrama de las llamadas “clases bajas”. Pero ¿le hubiera importado tan poco a su madre, en realidad? Nunca lo sabría. Ya era imposible decírselo.

Empezó a ir a casa de María Reinoso. Sin embargo, no podía evitar a la encargada del inquilinato. Jacinta tropezaba con ella, en el amplio zaguán, o la encontraba instalada en su propio cuarto. ¿Cómo sacarla de allí? Por lo demás, gracias a la encargada del inquilinato había un poco de orden en las tres habitaciones ocupadas por Jacinta, su madre y su hermano. Doña Carmen, una vez por semana, lanzaba sobre la familia Vélez el embate de su actividad, abría las puertas, fregaba el piso y los muebles con una suerte de rabia contenida. En el patio, ante los ojos de los vecinos, salía a relucir el impudor de los colchones y de la dudosa ropa de cama. Ellos se sometían, entre agradecidos y avergonzados. Luego de esa ráfaga, el desorden comenzaba a envolverlos en su tibia, resistente complicación.

Jacinta la encontraba tejiendo, sentada junto a su madre. La presencia aún silenciosa de la encargada del inquilinato la transportaba a la otra casa. Y Jacinta, aquellas tardes, después de apaciguar los deseos de algún hombre, también necesitaba apaciguarse, olvidar; necesitaba perderse en ese mundo infinito y desolado. El mundo de su madre y Raúl. La señora de Vélez hacía el Metternich o el Napoleón. Barajaba los naipes y cubría la mesa de números rojos y negros, de parejas de hombres y mujeres sin cuello, llenos de coronas y estandartes. De tiempo en tiempo, aludía a minucias. Hubiera deseado disputarles esas minucias a sus parientes y amigos de otra época. Ya no la trataban desde hacía veinte años y quizá la creían muerta. A veces Raúl se detenía junto a su madre. De pie, con la mejilla apoyada en una mano y el codo sostenido en la otra, seguía la lenta trayectoria de las cartas. La señora de Vélez, para distraerlo, lo involucraba en un afectuoso monólogo entrecortado por silencios jadeantes. Sus palabras se prolongaban y perdían todo sentido. “Barajemos. Aquí está la reina. Ya podemos sacar el valet. De perfil, con el pelo negro, el valet de pique se te parece. Una vuelta más, esta vez muy despacio. En fin, el Napoleón va en camino de salir. Y es difícil. ¿Nos sucederá algo malo? Una vez, en Aixles-Bains, lo saqué tres veces en la misma noche. Y al día siguiente se declaró la guerra. Tuvimos que escapar a Génova y tomar un buque mercante. Y yo seguía haciendo el Napoleón con un miedo horrible de las minas y los submarinos. Tu pobre padre renegaba. ‘Sacarás el Napoleón. Y naufragaremos. Confías en tu mala suerte...”

El narcótico empezaba a operar sobre los nervios de Jacinta. Se aquietaba el tumulto de impresiones recientes formado por tantas partículas atrozmente activas. Jacinta sentía el cansancio. Se apoderaba de ella, borraba los vestigios del último hombre en casa de María Reinoso, nublaba el pasado inmediato con sus mil imágenes, sus gestos, sus olores, sus palabras. Empezaba a no distinguir la línea de demarcación entre ese cansancio y el descanso supremo. Entreabrió sus ojos, miró a sus dos queridos fantasmas en esa atmósfera gris. La señora de Vélez había terminado el juego. La lámpara iluminaba sus manos inertes, todavía apoyadas en la mesa. Raúl continuaba de pie. Pero las barajas, diseminadas sobre el tafilete amarillento, habían dejado de interesarlo. Doña Carmen estaría a su lado, posiblemente a su derecha. Jacinta, para verla, debía voltear la cabeza. ¿Estaba doña Carmen a su lado? Tenía la sensación de haber eludido su presencia, tal vez para siempre. Había entrado en un ámbito infranqueable para la encargada del inquilinato. Y la paz se hacía, por momentos, más íntima, más aguda, más punzante. En plena beatitud, con la cabeza echada para atrás hasta tocar con la nuca en el respaldo, los ojos ausentes, las comisuras de los labios distendidos

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