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Importancia de la formación intelectual en la vida sacerdotal


Enviado por   •  12 de Noviembre de 2018  •  Trabajo  •  1.881 Palabras (8 Páginas)  •  386 Visitas

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Instituto Superior Particular Incorporado Nº 4062

“San Juan de Ávila”

Introducción a la vida intelectual

Trabajo Práctico

La dimensión intelectual de la formación sacerdotal

Docente: Pbro. Nilo Guardamagna

Alumno: Marcos Bergamini

Santa Fe, 25 de julio de 2018


Introducción:

La Exhortación Apostólica Postsinodal “Pastores Dabo Vobis”, nos habla de las diferentes dimensiones formativas de los candidatos al sacerdocio; éstas son la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral.

Por lo general, si una persona piensa en la labor visible de un presbítero, se imagina que en su formación, las dimensiones espiritual, humana y pastoral, fueron las que más lugar tuvieron. Sin embargo, debemos aprender a distinguir la gran importancia de la dimensión intelectual en la formación de nuestros sacerdotes, ya que a través de ella pueden, al ahondar en el misterio de Cristo y de su Palabra de vida, guiar al rebaño a ellos encomendado e instruirlo en la fe, la esperanza y el amor.

En este trabajo trataré, basándome en algunos documentos de la Santa Iglesia, y otros autores, de justificar esta dimensión intelectual en la formación de los sacerdotes, a fin de resaltar su importancia, y de darle valor a lo que aporta en la misión de la Iglesia, de predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra.

Desarrollo:

La formación intelectual en la vida sacerdotal, en primer lugar, es importante porque el Evangelio, al ser una cuestión de verdad, “exige un sacerdote pensador, maestro de esa verdad, recreador de la inteligencia y acreditador de la fe para que la inteligencia la pueda realizar”[1].

En el pasado, las personas tomaban el Evangelio como verdad y guía para la cultura y la sociedad, pero hoy con el pensamiento que existe en nuestros días, el Evangelio fue desplazado, nivelado, e incluso amenazado. Solo se aceptaría a la religión si ésta consiente el disolverse y el “adecuarse” al pensamiento, la ética, la estética o la cultura de la sociedad actual.

Por lo mencionado anteriormente, es responsabilidad de la Iglesia el devolverle al Evangelio su originalidad cristiana y crearle también un cauce teórico, un marco cultural dentro de esta nueva cultura y afirmarlo mediante creaciones connaturales.

Cuando indicamos que el Evangelio exige un “tipo” de sacerdote, decimos que el sacerdote debe ser quien nos ayude a conocer el don de Dios, ese don que nos abre el horizonte para alcanzar la salvación y nos hace sentir necesitados de Él, y en parte, también, obligados por Él. Decimos entonces que, para este nuevo pensamiento, necesitamos una nueva formación intelectual para los presbíteros. “El sacerdote es el hombre de la verdad, y no solo de la bondad. Debe ser hombre de buena inteligencia y no solo de buena voluntad y de buen corazón, ya que él no ayuda solo a vivir lo humano fáctico sino a conocer el don de Dios en Cristo. Debe mostrar que el cristianismo, sin ser mero producto moral, estético o lúdico, desvela la suprema vocación humana, al abrirnos a la plenitud divina”[2].

Somos conscientes de que la sociedad necesita de una cultura que satisfaga las necesidades reales; que son la solidaridad, la fraternidad, la trascendencia y la humanización, entre otras. Los cristianos debemos presentarnos al mundo como una fuente de esperanza y liberación a todos los aspectos de la sociedad que corroen las cosas buenas, como por ejemplo el esteticismo, el paganismo, las ideologías y las sectas. Sabemos que la religión ofrece también soluciones a todos los problemas mencionados anteriormente, ya que presenta a un Dios verdadero, que se hace cercano al hombre verdadero, y también un Dios viviente, para el hombre vivo.

La iglesia, a raíz de la búsqueda de esta nueva culturización, debe tener una gran función formativa, y aquí es donde aparece otra justificación de la formación intelectual de los presbíteros. El sacerdote debe ser educador del pueblo que se le encomendó y guiar su rebaño, para que los fieles sean capaces de ofrecerle al mundo otras posibilidades de las que se ofrecen comúnmente. Debe ser también quien dé a las personas las herramientas para entender el mundo, para ser hombres, y no “elementos” del sistema.

Este lugar de maestro, guía y autoridad cultural, el sacerdote debe ocuparlo, pero a la vez, no debe dejar de ser un ciudadano más, y debe ser un hermano en la fe para los fieles, y miembro de la misma Iglesia.

“Toda nuestra formación intelectual nos ordena al conocimiento del misterio de Dios, de su realidad personal y de sus designios salvíficos”[3].

Es necesario negar y trascender los saberes profanos, sociales y culturales, porque con la ayuda de estos saberes, la Palabra que predicamos es Cristo, misterio de Dios y esperanza de la Gloria. Para poder obtener frutos de esta formación intelectual con respecto al Evangelio, es necesario el accionar del Espíritu Santo. La fe, la esperanza y el amor, surgen de la unión de la cultura y el Santo Espíritu.

Sabemos que la Iglesia, predicando el Evangelio, atrae a los oyentes a la fe, y los atrae a la confesión de la fe, preparándolos al bautismo y por este bautismo los une a Cristo, para que crezcan en Él hasta la plenitud. También sabemos que el mismo Jesucristo, al anunciar el Reino de Dios, lo hacía con parábolas para que todos pudieran entenderlo.

Jesús envió a los Apóstoles a predicar el Evangelio a todo el mundo, sabiendo la importancia de éste para el corazón de las personas. Es por esto que los sacerdotes, al predicar, deben transmitir la palabra de Dios mostrándola como verdad perenne, y aplicándola así, a diversas situaciones que se nos presentan en la vida cotidiana. Es aquí donde vemos otra de las razones por la que resulta importante la formación intelectual de un presbítero, ya que si no se conoce en profundidad el misterio de Dios y su Palabra, ni tampoco se conocen las realidades de cada una de las personas que no comprenden todo lo que celebran, por ejemplo, en una misa, no se pueden satisfacer las necesidades de los oyentes, y el ministerio de la palabra termina no dando fruto.

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