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El Renacimiento


Enviado por   •  25 de Agosto de 2013  •  9.338 Palabras (38 Páginas)  •  286 Visitas

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El Renacimiento

... oh estirpe divina vestida de humano...

Jorunn estaba en el jardín delante de su casa amarilla cuando sobre la una y media Sofía llegó sin aliento hasta la verja.

–¡Has estado fuera más de nueve horas! –exclamó Jorunn

Sofía negó con la cabeza.

–He estado fuera más de mil años.

–¿Pero dónde has estado?

–Tenía una cita con un monje medieval. ¡Un tipo divertido. •

–Estás chiflada. Tu madre llamó hace media hora.

–¿Qué le dijiste?

–Dije que te habías ido al quiosco.

–¿Y qué dijo ella?

–Que la llamaras cuando volvieras. Lo peor fue lo de mis padres. A las nueve entraron en mi habitación con choco•late caliente y panecillos. Una de las camas estaba vacía.

–¿Qué les dijiste?

–No te puedes imaginar qué corte. Dije que te habías ido a casa porque nos habíamos peleado.

–En ese caso tenemos que darnos prisa y hacer las pa•ces. Y que tus padres no hablen con mi madre durante unos días. ¿Crees que lo conseguiremos?

Jorunn se encogió de hombros. Al instante apareció el padre de

Jorunn en el jardín con una carretilla. Se había pues•to un mono.

Era evidente que se disponía a quitar las hojas caídas el año anterior

–Así que aquí están las amiguitas –dijo–. Bueno, ya no queda ninguna hoja.

–Qué bien –replicó Sofía–, Entonces quizás podamos tomar un café, ya que no pudimos desayunar.

El padre sonrió forzadamente, y Jorunn se sobresaltó. En casa de Sofía siempre habían sido algo más informales que en la del asesor financiero, señor Ingebrigtsen y señora.

–Lo siento, Jorunn –dijo Sofía–. Pero yo también de•bo participar en esta operación de camuflaje.

–¿Vas a contarme algo?

–Si me acompañas a casa. De todos modos ése no es asun•to de asesores financieros o muñecas Barbie entradas en años.

–Qué asquerosa eres. ¿Acaso es mejor un matrimonio que cojea y manda a una de las partes al mar?

–Seguro que no. Pero yo no he dormido casi esta noche, y además me pregunto si Hilde será capaz de ver todo lo que hacemos. Habían empezado a caminar hacia la casa de Sofía.

–¿Quieres decir que es vidente?

–Quizás si. O quizás no. Era evidente que a Jorunn no le hacían gracia todos aquellos secretos.

–Pero eso no explica que su padre envíe extrañas posta•les a una cabaña abandonada en el bosque.

–Admito que ése es un punto débil.

–¿No me vas a decir dónde has estado?

Se lo contó. Y también le habló del misterioso curso de fi•losofía. Lo hizo a cambio de una solemne promesa de que todo quedaría entre ellas dos. Anduvieron un buen rato sin decir nada.

–No me gusta –dijo- Jorunn. Se detuvo delante de la verja de Sofía dando a entender que allí daría la vuelta.

–Tampoco te he pedido que te guste. La filosofía no es un simple juego de mesa, ¿sabes? Se trata de quiénes somos y de dónde venimos. ¿Te parece que aprendemos suficiente so•bre eso en el colegio?

–De todos modos, nadie sabe las respuestas a esas preguntas.

–Ni siquiera nos enseñan a plantearnos esas preguntas.

La comida estaba en la mesa cuando Sofía entró en la co•cina. No hubo comentarios de por qué no había llamado desde casa de Jorunn.

Después de comer dijo a su madre que quería dormir la siesta, porque apenas había dormido en casa de Jorunn, lo que no era nada raro cuando se dormía en casa de alguna amiga.

Antes de meterse en la cama se colocó delante del gran espejo de latón que había colgado en la pared. Al principio no veía más que su propia cara, pálida y cansada. Pero después... fue como si detrás de su propia cara apareciesen de pronto los contornos difusos de otra cara.

Sofía respiró hondo un par de veces. No debía empezar a imaginarse cosas.

vio los nítidos contornos de su propia cara pálida enmar•cada por

el pelo negro, que no se adaptaba a otro peinado que el de la propia naturaleza, un peinado de pelo lacio. Pero de•bajo de este rostro también aparecía, como un espectro, la ima•gen de otra muchacha. De pronto la muchacha desconocida empezó a guiñarle enérgicamente los dos ojos. Era como si quisiera dar a entender

que de verdad estaba allí dentro, al otro lado. Sólo duró unos segundos. Luego desapareció.

Sofía se sentó en la cama. No dudaba de que la cara que había visto en el espejo fuera la de Hilde. Una vez, durante un par de

segundos, había visto una foto de ella en un carnet esco•lar en la Cabaña del Mayor. Tenía que ser la misma chica que había visto también en el espejo.

¿No era un poco extraño que estas cosas tan misteriosas siempre le sucedieran cuando estaba totalmente agotada? Así siempre tenía que preguntarse luego si sólo habían sido imagi•naciones.

Sofía colocó su ropa sobre una silla y se metió debajo del edredón. Se durmió al instante. Mientras dormía tuvo un sueño extrañamente intenso y claro.

Soñó que estaba en un gran jardín donde había una ca•seta de madera, pintada de rojo, para guardar barcas. Sobre un muelle junto a la caseta roja estaba sentada una niña rubia mirando al lago. Sofía se acercó a ella, pero era como si la des•conocida no se diera cuenta de que estaba allí. «Me llamo Sofía», dijo. Pero la desconocida no la veía ni la oía. «Al parecer eres ciega y sorda», le dijo Sofía. Y la chica estaba verdadera•mente sorda a las palabras de Sofía. De pronto Sofía oyó una voz que llamaba: «¡Hildecita!». La niña se levantó inmediata•mente del muelle y se fue corriendo hacia la casa. Entonces no debía de ser ni ciega ni sorda. De la casa salió un hombre de mediana edad corriendo hacia ella. Llevaba uniforme y boina azul. La niña desconocida se echó en sus brazos, y el hombre la cogió y le dio un par de vueltas por el aire. Sofía descubrió una pequeña cruz de oro en el muelle donde había estado sentada la niña. La cogió y la guardó en la mano. En es•to se despertó. Sofía miró el reloj. Había dormido un par de horas. Se incorporó en la cama y se puso a pensar en el extraño sueño. Había sido tan intenso y tan claro que parecía haberlo vivido. Estaba convencida de que la casa y el muelle del sueño existían de verdad en algún sitio. ¿No se parecían a aquel cuadro que había visto en la Cabaña del Mayor? Por lo menos no cabía duda de que la niña del sueño era Hilde Møller Knag y que el hombre era su padre que volvía del Líbano En el sueño le había recordado un poco a Alberto Knox.. Al hacer la cama descubrió una cadena con una cruz de oro

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