Reflexiones
Enviado por lilibama • 24 de Septiembre de 2012 • 1.802 Palabras (8 Páginas) • 295 Visitas
PRIMERA ESCENA: CRISTO Y NICODEMO.
LOCUTOR: Jesús, dada su personalidad y su impacto en la comunidad de Israel, generó muchas reacciones en torno a su persona:
Unos lo admiraban y lo seguían abiertamente
Otros eran beneficiados con su acción y vivirían eternamente agradecidos, aunque públicamente no se lo hicieran notar
Había quien no toleraba su manera de actuar y siempre se manifestaba en contra
Pero aún entre aquellos grupos que se oponían a Jesús, había hombres que lo buscaban, aunque secretamente. Uno de ellos era Nicodemo, persona con cierta relevancia en la comunidad de Israel. Admiraba a Jesús y admitía sus enseñanzas, pero era como discípulo secreto, aunque… ¿cuál era su temor?
SEGUNDA ESCENA.
LOCUTOR: La salvación que Jesús nos trae no se decide fuera de nosotros. Es dentro de cada quien donde se da la salvación o la reprobación. Es dentro de nosotros mismos que decimos sí o no a Dios, nadie nos lo impone, nosotros lo decidimos a favor o en contra.
Pero esa decisión a favor o en contra de Jesús viene condicionada por las personas y los acontecimientos que nos rodean, aunque mucho tienen que ver nuestras propias convicciones. Y es Jesús el que nos hace tomar una postura en torno a su persona y a su mensaje. ¿Cuál es tu decisión?
TERCERA ESCENA.
LOCUTOR: Como siempre sucede: los poderosos deciden siempre la suerte de los débiles. En esta escena se3 encuentra un poder corrupto. ¡Qué triste escena: reunidos los que tienen el poder religioso para deliberar la muerte del hombre más justo y santo de Israel!
Y es aquí donde se confunden los roles y las responsabilidades, es aquí donde se entrecruzan los intereses mezquinos que generan la decisión de una muerte para lograr la supuesta seguridad del pueblo de Israel: es mejor que uno muera y no que toda la nación perezca.
¿Qué intereses ajenos se estaban moviendo en esos momentos en que se decidía la suerte de Jesús? ¿Qué obscuros sentimientos había en aquel Sanedrín que, con el pretexto de velar por la seguridad de su pueblo, estaban maquinado la muerte de un inocente? ¿Eran válidas y justas las razones que alegaban?
CUARTA ESCENA: EL LAVATORIO DE LOS PIES.
LOCUTOR: EL LAVATORIO DE LOS PIES.
Poco a poco los discípulos se fueron animando y, como gente ruda que eran, pronto la charla se convirtió en discusión. Comenzaron a recordar cosas que les habían ocurrido con Jesús y todos empezaron a presumir de sus méritos y devoción al Maestro. Sus nervios se desahogaban en un orgullo infantil. Alguien debió criticar que Juan, el más joven, se hubiera sentado en el puesto de honor, junto al Maestro. Todos estaban seguros de que aquel lugar les correspondía a ellos. Jesús les dijo que el mayor debería ser el menor y que mandar equivalía a servir.
Momentos después entran dos criados a la sala para que los comensales se lavaran las manos. Cada comensal, según marcaba el rito, debía poner las manos sobre la jofaina que el criado le tendía, para que el sirviente derramara sobre ellas un chorro de agua templada. Uno de los criados se acercó a Jesús, pero éste, en lugar de poner sus manos para lavarlas, tomó la jofaina y se puso en pie. El criado y los apóstoles le miraron asombrados. Vieron cómo tomaba también la toalla que el criado llevaba; cómo se la ceñía a la cintura, atándola a la espalda; cómo cogía también el jarro de agua. El silencio podía cortarse. ¿Qué iba a hacer el Maestro? Le vieron acercarse al apóstol, colocado en el extremo derecho de la mesa, arrodillarse ante él, desatarle las sandalias y comenzar a lavarle los pies. ¿Qué significaba esto? ¿Qué sentido tenía? Por un momento los apóstoles no pudieron evitar el pensamiento de que Jesús desvariaba. Aquello era un gesto de esclavo que se salía de toda lógica. Un sentido de purificación ritual no podía tener pues poco antes se habían lavado todos las manos como prescribían los libros sagrados. ¿Era una explicación plástica de aquella humildad a la que acababa de exhortarles? Vieron cómo Jesús lavaba lentamente los pies de su compañero, cómo los secaba cuidadosamente. Pensaron que al concluir explicaría su gesto, pero Jesús comenzó luego a lavar los pies al segundo de la fila, luego al tercero. Y el silencio se hacía interminable. Llegó a Judas. Se arrodilló también ante él, desató sus sandalias. Sus ojos se cruzaron con los del traidor y éste sintió que un temblor cruzaba por todo su cuerpo. Le parecía que Jesús le estaba mirando con unos ojos que hablaban de ternura y reproche al mismo tiempo. ¿Conocería acaso su proyectada traición? ¿Iba a delatarle delante de todos? Sintió que el agua quemaba su piel, pero aún más quemante eran los dedos de Jesús al tocarla. Acentuó su mirada su mirada amistosa hacia el Maestro. Quizás hizo grandes aspavientos de humildad. Pero Jesús había terminado ya de secarle y sin decir palabra continuaba su tarea con el siguiente.
Hasta llegar a Pedro ninguno se había atrevido a hablar ni a oponerse a lo que Jesús hacía. Pero Simón no era de los que se callan. Retiró sus pies escandalizado. ¿Tú me lavas a mí los pies? Dijo, acentuando mucho el “tú” y el “mí”. Las manos de Jesús tocaban ya sus sandalias. Lo que yo hago –dijo- no lo entiendes ahora. Más adelante lo entenderás. Pedro retiró ahora sus pies casi con cólera. Y más envalentonado insistió: Jamás me lavarás los pies. Era el Pedro de siempre, fogoso, testarudo, apasionado. ¿Cómo podía tolerar que Jesús hiciera con él oficio de esclavo? Ahora es Jesús quien endurece su tono: Si no te lavo no tendrás parte conmigo. La frase es como un ultimátum en el que Pedro se juega su amistad con Jesús. Y ahora el castillo interior del discípulo se derrumba y su fuego le lleva al otro extremo: Entonces no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La salida hace sonreír
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