Tu Seras Rey De Anacleto Gonzalez Flores
Enviado por irma403 • 28 de Junio de 2013 • 32.622 Palabras (131 Páginas) • 1.659 Visitas
Tu Serás Rey
Este libro aspira a ser un libro de juventud, en el sentido más intenso y fecundo, es
decir, un libro de osadía cristiana. Porque en la base de todas las derrotas que han caído
y llevamos sobre nuestras espaldas está todo un inmenso lastre de pusilanimidad y de
apocamiento. Pusilanimidad y apocamiento en las vidas enfermas y raquíticas de los
individuos y una postración espiritual innegable y desesperante en nuestra vida pública.
Oímos hablar todos los días de las grandes personalidades que han sabido edificar
sobre su carne y sobre sus huesos para hacer crecer y erguir su estatura, y sentimos
como que se trata de personajes de una leyenda que nace y se desarrolla a mucha
distancia de nosotros y —tras de esto— parece asaltarnos la asfixia al pensar que
tuviéramos, también nosotros, que edificar sobre nuestra carne y sobre nuestros huesos
algo siquiera semejante.
Y vivimos, o hasta ahora hemos vivido totalmente resignados con nuestra estatura y
con el milímetro de tierra que las vicisitudes nos han dejado, y allí esperamos con los
brazos caídos que se cierren nuestros ojos y se nos sepulte lejos del grito de la vida. No
pedimos ni más espacio ni más sol. Nos basta lo poco que una acometida, que todavía no
ceja ni cejará, nos ha dejado por ahora, a reserva de arrojamos de allí y matarnos de
asfixia, de hambre y sed.
Nuestro apocamiento nos ha aconsejado el desasimiento y la resignación. Nada que
sobrepase un codo en altura, ni nada que vaya más allá de la tierra que pisamos.
Sentimos que nuestra personalidad está gravemente enferma de empequeñecimiento y de
anemia espiritual. Nuestro apocamiento no nos deja ni siquiera concebir que sea posible
empinarnos sobre nosotros mismos y ser dueños de nuestros destinos y de nuestra
voluntad. De aquí que hayamos tenido que venir a caer en esta mendicidad y en este
innegable y evidente empobrecimiento de hombres y de valores.
Y de aquí nuestra desbandada. Se nos ha desalojado de todas partes. Y nuestras
manos se han doblado en el primer encuentro y todo lo hemos abandonado. Ni siquiera
nos atrevemos a pedir más de lo que se nos da. Se nos arrojan todos los días las migajas
que deja la hartura de los invasores y nosotros nos sentimos contentos con ellas.
Se dice que Alejandro, después de vencer al rey Poro, le preguntó a éste si pedía
algo. Y Poro se limitó a decir que no pedía otra cosa que ser tratado como rey. Insistió
Alejandro para decir que pidiera algo más. Y el rey vencido dijo que no pedía más,
porque con ser rey le bastaba. Nosotros hemos renunciado a ser reyes, porque nuestras
manos se han enflaquecido —en medio de nuestra mendicidad— hasta el punto de que
sabemos que no podremos con la carga de ser reyes y preferimos nuestros harapos de
mendigos. Y nuestro desasimiento y nuestra resignación, más que ser un brote
espontáneo y noble de nuestra generosidad son el fruto lógico de nuestra pusilanimidad
y de nuestro apocamiento. Y nuestra pusilanimidad y nuestro apocamiento están en
pugna abierta con el cristianismo. Porque desde el punto de vista histórico y doctrinal, el
cristianismo fue —desde su aparición— y sigue siendo una inmensa y ardiente
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acometida que ha llenado todas las páginas de la historia y continúa su marcha hacia
todos los confines del mundo.
Grande osadía se necesita ya para llegar a ser un santo; grande osadía se necesita para
conquistar un siglo; grande osadía se necesita para ganar un imperio. Y la Iglesia,
nutrida al parecer con sangre de León y poseída de todas las osadías, derriba hombres,
gana imperios, extiende ilimitadamente sus dominios y hoy —a la vuelta de cerca de dos
mil años y cuando debiera haber envejecido— abre sus ojos hacia todas las fronteras,
filosofías, cátedras, libros, parlamentos, arte, política y no desespera de fundar el
imperio más vasto que hayan visto los siglos.
La Iglesia vive y se nutre de osadías. Todos sus planes arrancan de la osadía.
Solamente nosotros nos hemos empequeñecido y nos hemos entregado al apocamiento.
Pero a partir de ese instante hemos tenido que caer en la deserción. Porque en esa
incansable acometida de cerca de veinte siglos que ha deshecho las conquistas de los
más grandes capitanes, que ha ganado incontables batallas en los dominios del
pensamiento, de la ciencia, del arte y de la acción, ¿qué tienen que hacer los
pusilánimes, los cobardes y los apocados? Nada. Mejor dicho, sí, tienen qué hacer:
deben retirarse. Son un lastre y un fermento de miedo que contagia y siembra el pavor.
Más aún: la posición lógica del verdadero cristiano —es decir del verdadero católico—
es la osadía. Y si hay alguno que no tiene atrevimiento ni para hacer crecer la propia
estatura con un trabajo encendido y encarnizado de conquista de sí mismo y de batalla
sangrienta, con las propias pasiones, está al margen de la corriente histórica del
cristianismo, que ha sido siempre enconada y recia pelea.
Se dirá que se tiene derecho de renunciar a la púrpura, y que se tiene una alta y
resonante palabra para que se pueda decirla —en medio del recogimiento y de la
humildad— en la soledad y en la sombra; si se tiene un profundo pensamiento se puede
hundirlo en el recato de la vida interior; si se tiene mano de alfarero de multitudes, se
puede retenerla lejos de la acción. Se puede —es cierto— renunciar a muchas cosas, y
aun se debe renunciar a la fiebre para saciar el orgullo y para nutrir la vanidad; pero no
se debe renunciar a la púrpura de Cristo, que estamos obligados hasta a mojarla con
nuestra sangre.
Y cuando se abandonan las alturas dominantes de la vida, o no se tiene atrevimiento
para ganarlas, todo logrará subir, menos Cristo que ha querido y quiere ascender en
nosotros y con nosotros. Hemos pagado muy cara nuestra deserción porque, por haber
renunciado a ser reyes, hemos venido a ser esclavos. Y hoy no hay más remedio que
subir. Y para subir el único camino está en ser verdaderos valores; y, por tanto, en salir
de nuestro apocamiento y de nuestra pusilanimidad. Necesitamos poner ya desde hoy, en
la raíz de nuestra vida, la osadía para empezar. Bajo el aliento de la osadía querremos
volvernos sobre nosotros mismos para golpearnos hasta el desangramiento.
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